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hecho coincidiera con otras referencias.
De nuevo miró a su rival de la cabina de enfrente. Algo parecía decirle que
Tillotson se ocupaba en lo mismo que él. No había manera de saber cuál de las
versiones sería adoptada finalmente, pero Winston tenía la firme convicción de
que se elegiría la suya. El camarada Ogilvy, que hace una hora no existía, era
ya un hecho. A Winston le resultaba curioso que se pudieran crear hombres
muertos y no hombres vivos. El camarada Ogilvy, que nunca había existido en
el presente, era ya una realidad en el pasado, y cuando quedara olvidado en el
acto de la falsificación, seguiría existiendo con la misma autenticidad y con
pruebas de la misma fuerza que Carlomagno o Julio César.
CAPÍTULO V
En la cantina, un local de techo bajo en los sótanos, la cola para el
almuerzo avanzaba lentamente. La estancia estaba atestada de gente y llena de
un ruido ensordecedor. De la parrilla tras el mostrador emanaba el olorcillo del
asado. Al extremo de la cantina había un pequeño bar, una especie de agujero
en el muro, donde podía comprarse la ginebra a diez centavos el vasito.
—Precisamente el que andaba yo buscando —dijo una voz a espaldas de
Winston. Éste se volvió. Era su amigo Syme, que trabajaba en el
Departamento de Investigaciones. Quizás no fuera «amigo» la palabra
adecuada. Ya no había amigos, sino camaradas. Pero persistía una diferencia:
unos camaradas eran más agradables que otros. Syme era filósofo,
especializado en neolengua. Desde luego, pertenecía al inmenso grupo de
expertos dedicados a redactar la onceava edición del Diccionario de
Neolengua. Era más pequeño que Winston, con cabello negro y sus ojos
saltones, a la vez tristes y burlones, que parecían buscar continuamente algo
dentro de su interlocutor.
—Quería preguntarte si tienes hojas de afeitar —dijo.
—¡Ni una! —dijo Winston con una precipitación culpable—. He tratado de
encontrarlas por todas partes, pero ya no hay.
Todos buscaban hojas de afeitar. La verdad era que Winston guardaba en
su casa dos sin estrenar. Durante los meses pasados hubo una gran escasez de
hojas. Siempre faltaba algún artículo necesario que en las tiendas del Partido
no podían proporcionar; unas veces, botones; otras, hilo de coser; a veces,
cordones para los zapatos, y ahora faltaban cuchillas de afeitar. Era imposible
adquirirlas a no ser que se buscaran furtivamente en el mercado «libre».
—Llevo seis semanas usando la misma cuchilla —mintió Winston.