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pasado, alterable por su misma naturaleza, nunca había sido alterado. Todo lo
               que ahora era verdad, había sido verdad eternamente y lo seguiría siendo. Era
               muy  sencillo.  Lo  único  que  se  necesitaba  era  una  interminable  serie  de
               victorias  que  cada  persona  debía  lograr  sobre  su  propia  memoria.  A  esto  le
               llamaban  «control  de  la  realidad».  Pero  en  neolengua  había  una  palabra
               especial para ello: doblepensar.

                   —¡Descansen!  —ladró  la  instructora,  cuya  voz  parecía  ahora  menos

               malhumorada.

                   Winston dejó caer los brazos de sus costados y volvió a llenar de aire sus
               pulmones.  Su  mente  se  deslizó  por  el  laberíntico  mundo  del  doblepensar.
               Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras
               se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos
               opiniones  sabiendo  que  son  contradictorias  y  creer  sin  embargo  en  ambas;
               emplear la lógica contra la lógica, repudiar la moralidad mientras se recurre a

               ella, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la
               democracia; olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a
               ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de
               nuevo, y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo. Esta
               era  la  más  refinada  sutileza  del  sistema:  inducir  conscientemente  a  la

               inconsciencia,  y  luego  hacerse  inconsciente  para  no  reconocer  que  se  había
               realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar
               implicaba el uso del doblepensar.

                   La instructora había vuelto a llamarles la atención:

                   —Y ahora, a ver cuáles de vosotros pueden tocarse los dedos de los pies
               sin  doblar  las  rodillas  —gritó  la  mujer  con  gran  entusiasmo—  ¡Por  favor,
               camaradas! ¡Uno, dos! ¡Uno, dos...!


                   A  Winston  le  fastidiaba  indeciblemente  este  ejercicio  que  le  hacía  doler
               todo el cuerpo y a veces le causaba golpes de tos. Ya no disfrutaba con sus
               meditaciones. El pasado, pensó Winston, no sólo había sido alterado, sino que
               estaba  siendo  destruido.  Pues,  ¿cómo  iba  usted  a  establecer  el  hecho  más
               evidente si no existía más prueba que el recuerdo de su propia memoria? Trató
               de recordar en qué año había oído hablar por primera vez del Gran Hermano.
               — Creía que debió de ser hacia el sesenta y tantos, pero era imposible estar

               seguro. Por supuesto, en los libros de historia editados por el Partido, el Gran
               Hermano figuraba como jefe y guardián de la Revolución desde los primeros
               días de ésta. Sus hazañas habían ido retrocediendo en el tiempo cada vez más
               y  ya  se  extendían  hasta  el  mundo  fabuloso  de  los  años  cuarenta  y  treinta
               cuando  los  capitalistas,  con  sus  extraños  sombreros  cilíndricos,  cruzaban

               todavía por las calles de Londres en relucientes automóviles o en coches de
               caballos  —pues  aún  quedaban  vehículos  de  éstos—,  con  lados  de  cristal.
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