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Desde luego, se ignoraba cuánto había de cierto en esta leyenda y cuánto de

               inventado. Winston no podía recordar ni siquiera en qué fecha había empezado
               el Partido a existir. No creía haber oído la palabra «Ingsoc» antes de 1960.
               Pero  era  posible  que  en  su  forma  viejolingüística  —es  decir,  «socialismo
               inglés»— hubiera existido antes. Todo se había desvanecido en la niebla. Sin
               embargo, a veces era posible poner el dedo sobre una mentira concreta. Por

               ejemplo, no era verdad, como pretendían los libros de historia lanzados por el
               Partido,  que  éste  hubiera  inventado  los  aeroplanos.  Winston  recordaba  los
               aeroplanos  desde  su  más  temprana  infancia.  Pero  tampoco  podría  probarlo.
               Nunca  se  podía  probar  nada.  Sólo  una  vez  en  su  vida  había  tenido  en  sus
               manos  la  innegable  prueba  documental  de  la  falsificación  de  un  hecho
               histórico. Y en aquella ocasión...


                   —¡Smith!  —chilló  la  voz  de  la  telepantalla—;  ¡6079  Smith  W!  ¡Sí,  tú!
               ¡Inclínate más, por favor! Puedes hacerlo mejor; es que no te esfuerzas; más
               doblado, haz el favor.

                   Ahora está mucho mejor, camarada. Descansad todos y fijaos en mí.

                   Winston  sudaba  por  todo  su  cuerpo,  pero  su  cara  permanecía
               completamente inescrutable. ¡Nunca os manifestéis desanimados! ¡Nunca os
               mostréis  resentidos!  Un  leve  pestañeo  podría  traicionaros.  Por  eso,  Winston
               miraba  impávido  —a  la  instructora  mientras  ésta  levantaba  los  brazos  por

               encima de la cabeza y, si no con gracia, sí con notable precisión y eficacia, se
               dobló y se tocó los dedos de los pies sin doblar las rodillas.

                   —¡Ya habéis visto, camaradas; así es como quiero que lo hagáis! Miradme
               otra vez. Tengo treinta y nueve años y cuatro hijos. Mirad —volvió a doblarse
               —. Ya veis que mis rodillas no se han doblado. Todos vosotros podéis hacerlo
               si queréis —añadió mientras se ponía derecha—. Cualquier persona de menos

               de cuarenta y cinco años es perfectamente capaz de tocarse así los dedos de los
               pies. No todos nosotros tenemos el privilegio de luchar en el frente, pero por
               lo menos podemos mantenernos en forma. ¡Recordad a nuestros muchachos en
               el frente malabar! ¡Y a los marineros de las fortalezas flotantes! Pensad en las
               penalidades  que  han  de  soportar.  Ahora,  probad  otra  vez.  Eso  está  mejor,
               camaradas,  mucho  mejor  —añadió  en  tono  estimulante  dirigiéndose  a

               Winston, el cual, con un violento esfuerzo, había logrado tocarse los dedos de
               los pies sin doblar las rodillas. Desde varios años atrás, no lo conseguía.






                                                   CAPÍTULO IV



                   Con el hondo e inconsciente suspiro que ni siquiera la proximidad de la
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