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periódico  y  no  podía  dudarse  cuál.  Sí,  era  la  fotografía;  otro  ejemplar  del
               retrato de Jones, Aaronson y Rutherford en el acto del Partido celebrado en
               Nueva York, aquella foto que Winston había descubierto por casualidad once
               años antes y había destruido en seguida. Y ahora había vuelto a verla. Sólo
               unos  instantes,  pero  estaba  seguro  de  haberla  visto  otra  vez.  Hizo  un
               desesperado esfuerzo por incorporarse. Pero era imposible moverse ni siquiera

               un centímetro. Había olvidado hasta la existencia de la amenazadora palanca.
               Sólo quería volver a coger la fotografía, o por lo menos verla más tiempo.

                   —¡Existe! —gritó.

                   —No —dijo O'Brien.

                   Cruzó  la  estancia.  En  la  pared  de  enfrente  había  un  «agujero  de  la
               memoria». O’Brien levantó la rejilla. El pedazo de papel salió dando vueltas
               en  el  torbellino  de  aire  caliente  y  se  deshizo  en  una  fugaz  llama.  O'Brien

               volvió junto a Winston.

                   —Cenizas  —dijo—.  Ni  siquiera  cenizas  identificables.  Polvo.  Nunca  ha
               existido.

                   —¡Pero  existió!  ¡Existe!  Sí,  existe  en  la  memoria.  Lo  recuerdo.  Y  tú
               también lo recuerdas.

                   —Yo no lo recuerdo —dijo O'Brien.

                   Winston  se  desanimó.  Aquello  era  doblepensar.  Sintió  un  mortal
               desamparo. Si hubiera estado seguro de que O'Brien mentía, se habría quedado

               tranquilo.  Pero  era  muy  posible  que  O'Brien  hubiera  olvidado  de  verdad  la
               fotografía. Y en ese caso habría olvidado ya su negativa de haberla recordado
               y también habría olvidado el acto de olvidarlo. ¿Cómo podía uno estar seguro
               de  que  todo  esto  no  era  más  que  un  truco?  Quizás  aquella  demencial
               dislocación de los pensamientos pudiera tener una realidad efectiva. Eso era lo

               que más desanimaba a Winston.

                   O'Brien lo miraba pensativo. Más que nunca, tenía el aire de un profesor
               esforzándose  por  llevar  por  buen  camino  a  un  chico  descarriado,  pero
               prometedor.

                   —Hay  una  consigna  del  Partido  sobre  el  control  del  pasado.  Repítela,
               Winston, por favor.

                   —El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente

               controla el pasado —repitió Winston, obediente.

                   —El que controla el presente controla el pasado —dijo O'Brien moviendo
               la cabeza con lenta aprobación—. ¿Y crees tú, Winston, que el pasado existe
               verdaderamente?
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