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con inyecciones. Era él quien sugería las preguntas y las respuestas. Era su
               atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo. Y una vez —Winston no
               podía recordar si esto ocurría mientras dormía bajo el efecto de la droga, o
               durante el sueño normal o en un momento en que estaba despierto— una voz
               le  había  murmurado  al  oído:  «No  te  preocupes,  Winston;  estás  bajo  mi
               custodia.  Te  he  vigilado  durante  siete  años.  Ahora  ha  llegado  el  momento

               decisivo.  Te  salvaré;  te  haré  perfecto».  No  estaba  seguro  si  era  la  voz  de
               O'Brien; pero desde luego era la misma voz que le había dicho en aquel otro
               sueño,  siete  años  antes:  «Nos  encontraremos  en  el  sitio  donde  no  hay
               oscuridad».

                   Ahora no podía moverse. Le habían sujetado bien el cuerpo boca arriba.
               Incluso la cabeza estaba sujeta por detrás al lecho. O'Brien lo miraba serio,

               casi triste. Su rostro, visto desde abajo, parecía basto y gastado, y con bolsas
               bajo los ojos y arrugas de cansancio de la nariz a la barbilla. Era mayor de lo
               que Winston creía. Quizás tuviera cuarenta y ocho o cincuenta años. Apoyaba
               la mano en una palanca que hacía mover la aguja de la esfera, en la que se
               veían unos números.

                   —Te dije —murmuró O'Brien— que, si nos encontrábamos de nuevo, sería
               aquí.

                   —Sí —dijo Winston.


                   Sin  advertencia  previa  —excepto  un  leve  movimiento  de  la  mano  de
               O'Brien— le inundó una oleada dolorosa. Era un dolor espantoso porque no
               sabía de dónde venía y tenía la sensación de que le habían causado un daño
               mortal. No sabía si era un dolor interno o el efecto de algún recurso eléctrico,
               pero  sentía  como  si  todo  el  cuerpo  se  le  descoyuntara.  Aunque  el  dolor  le
               hacía sudar por la frente, lo único que le preocupaba es que se le rompiera la

               columna vertebral. Apretó los dientes y respiró por la nariz tratando de estarse
               callado lo más posible.

                   —Tienes  miedo  —dijo  O'Brien  observando  su  cara—  de  que  de  un
               momento a otro se te rompa algo. Sobre todo, temes que se te parta la espina
               dorsal. Te imaginas ahora mismo las vértebras soltándose y el líquido raquídeo
               saliéndose. ¿Verdad que lo estás pensando, Winston?


                   Winston no contestó. O'Brien presionó sobre la palanca. La ola de dolor se
               retiró con tanta rapidez como había llegado.

                   —Eso era cuarenta dijo O'Brien—. Ya ves que los números llegan hasta el
               ciento.  Recuerda,  por  favor,  durante  nuestra  conversación,  que  está  en  mi
               mano infligirte dolor en el momento y en el grado que yo desee. Si me dices
               mentiras o si intentas engañarme de alguna manera, o te dejas caer por debajo
               de  tu  nivel  normal  de  inteligencia,  te  haré  dar  un  alarido  inmediatamente.
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