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También había períodos más largos de descanso. Los recordaba confusamente
porque los pasaba adormilado o con el conocimiento casi perdido. Se acordaba
de que un barbero había ido a afeitarle la barba al rape y algunos hombres de
actitud profesional, con batas blancas, le tomaban el pulso, le observaban sus
movimientos reflejos, le levantaban los párpados y le recorrían el cuerpo con
dedos rudos en busca de huesos rotos o le ponían inyecciones en el brazo para
hacerle dormir.
Las palizas se hicieron menos frecuentes y quedaron reducidas casi
únicamente a amenazas, a anunciarle un horror al que le enviarían en cuanto
sus respuestas no fueran satisfactorias. Los que le interrogaban no eran ya
rufianes con uniformes negros, sino intelectuales del Partido, hombrecillos
regordetes con movimientos rápidos y gafas brillantes que se relevaban para
«trabajarlo» en turnos que duraban —no estaba seguro— diez o doce horas.
Estos otros interrogadores procuraban que se hallase sometido a un dolor leve,
pero constante, aunque ellos no se basaban en el dolor para hacerle confesar.
Le daban bofetadas, le retorcían las orejas, le tiraban del pelo, le hacían
sostenerse en una sola pierna, le negaban el permiso para orinar, le enfocaban
la cara con insoportables reflectores hasta que le hacían llorar a lágrima viva...
Pero la finalidad de esto era sólo humillarlo y destruir en él la facultad de
razonar, de encontrar argumentos. La verdadera arma de aquellos hombres era
el despiadado interrogatorio que proseguía hora tras hora, lleno de trampas,
deformando todo lo que él había dicho, haciéndole confesar a cada paso
mentiras y contradicciones, hasta que empezaba a llorar no sólo de vergüenza
sino de cansancio nervioso. A veces lloraba media docena de veces en una sola
sesión. Casi todo el tiempo lo estaban insultando y lo amenazaban, a cada
vacilación, con volverlo a entregar a los guardias. Pero de pronto cambiaban
de tono, lo llamaban camarada, trataban de despertar sus sentimientos en
nombre del Ingsoc y del Gran Hermano, y le preguntaban compungidos si no
le quedaba la suficiente lealtad hacia el Partido para desear no haber hecho
todo el mal que había hecho. Con los nervios destrozados después de tantas
horas de interrogatorio, estos amistosos reproches le hacían llorar con más
fuerza. Al final se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo
que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única
preocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para
confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y a
amenazarlo. Confesó haber asesinado a distinguidos miembros del Partido,
haber distribuido propaganda sediciosa, robo de fondos públicos, venta de
secretos militares al extranjero, sabotajes de toda clase... Confesó que había
sido espía a sueldo de Asia Oriental ya en 1968. Confesó que tenía creencias
religiosas, que admiraba el capitalismo y que era un pervertido sexual.
Confesó haber asesinado a su esposa, aunque sabía perfectamente —y tenían
que saberlo también sus verdugos— que su mujer vivía aún. Confesó que