Page 169 - 1984
P. 169

CAPÍTULO II




                   Winston yacía sobre algo que parecía una cama de campaña aunque más
               elevada sobre el suelo y que estaba sujeta para que no pudiera moverse. Sobre
               su rostro caía una luz más fuerte que la normal. O'Brien estaba de pie a su
               lado,  mirándole  fijamente.  Al  otro  lado  se  hallaba  un  hombre  con  chaqueta
               blanca en una de cuyas manos tenía preparada una jeringuilla hipodérmica.

                   Aunque ya hacía un rato que había abierto los ojos, no acababa de darse
               plena cuenta de lo que le rodeaba. Tenía la impresión de haber venido nadando

               hasta  esta  habitación  desde  un  mundo  muy  distinto,  una  especie  de  mundo
               submarino. No sabía cuánto tiempo había estado en aquellas profundidades.
               Desde el momento en que lo detuvieron no había visto oscuridad ni luz diurna.
               Además sus recuerdos no eran continuos. A veces la conciencia, incluso esa
               especie de conciencia que tenemos en los sueños, se le había parado en seco y

               sólo había vuelto a funcionar después de un rato de absoluto vacío. Pero si
               esos ratos eran segundos, horas, días, o semanas, no había manera de saberlo.

                   La  pesadilla  comenzó  con  aquel  primer  golpe  en  el  codo.  Más  tarde  se
               daría  cuenta  de  que  todo  lo  ocurrido  entonces  había  sido  sólo  una  ligera
               introducción, un interrogatorio rutinario al que eran sometidos casi todos los
               presos. Todos tenían que confesar, como cuestión de mero trámite, una larga
               serie de delitos: espionaje, sabotaje y cosas por el estilo. Aunque la tortura era

               real,  la  confesión  era  sólo  cuestión  de  trámite.  Winston  no  podía  recordar
               cuántas veces le habían pegado ni cuánto tiempo habían durado los castigos.
               Recordaba, en cambio, que en todo momento había en torno suyo cinco o seis
               individuos  con  uniformes  negros.  A  veces  emplearon  los  puños,  otras  las
               porras,  también  varas  de  acero  y,  por  supuesto,  las  botas.  Sabía  que  había
               rodado varias veces por el suelo con el impudor de un animal retorciéndose en
               un inútil esfuerzo por evitar los golpes, pero con aquellos movimientos sólo

               conseguía que le propinaran más patadas en las costillas, en el vientre, en los
               codos, en las espinillas, en los testículos y en la base de la columna vertebral.
               A  veces  gritaba  pidiendo  misericordia  incluso  antes  de  que  empezaran  a
               pegarle  y  bastaba  con  que  un  puño  hiciera  el  movimiento  de  retroceso
               precursor  del  golpe  para  que  confesara  todos  los  delitos,  verdaderos  o

               imaginarios, de que le acusaban. Otras veces, cuando se decidía a no confesar
               nada,  tenían  que  sacarle  las  palabras  entre  alaridos  de  dolor  y  en  otras
               ocasiones se decía a sí mismo, dispuesto a transigir: «Confesaré, pero todavía
               no. Tengo que resistir hasta que el dolor sea insoportable. Tres golpes más, dos
               golpes  más  y  les  diré  lo  que  quieran».  Cuando  le  golpeaban  hasta  dejarlo
               tirado como un saco de patatas en el suelo de piedra para que recobrara alguna
               energía,  al  cabo  de  varias  horas  volvían  a  buscarlo  y  le  pegaban  otra  vez.
   164   165   166   167   168   169   170   171   172   173   174