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durante  muchos  años  había  estado  en  relación  con  Goldstein  y  había  sido
               miembro  de  una  organización  clandestina  a  la  que  habían  pertenecido  casi
               todas  las  personas  que  él  había  conocido  en  su  vida.  Lo  más  fácil  era
               confesarlo todo —fuera verdad o mentira— y comprometer a todo el mundo.
               Además, en cierto sentido, todo ello era verdad. Era cierto que había sido un
               enemigo del Partido y a los ojos del Partido no había distinción alguna entre

               los pensamientos y los actos.

                   También  recordaba  otras  cosas  que  surgían  en  su  mente  de  un  modo
               inconexo, como cuadros aislados rodeados de oscuridad.

                   Estaba en una celda que podía haber estado oscura o con luz, no lo sabía,
               porque lo único que él veía era un par de ojos. Allí cerca se oía el tic-tac, lento
               y regular, de un instrumento. Los ojos aumentaron de tamaño y se hicieron
               más  luminosos.  De  pronto,  Winston  salió  flotando  de  su  asiento  y
               sumergiéndose en los ojos, fue tragado por ellos.


                   Estaba  atado  a  una  silla  rodeada  de  esferas  graduadas,  bajo  cegadores
               focos.  Un  hombre  con  bata  blanca  leía  los  discos.  Fuera  se  oía  que  se
               acercaban pasos. La puerta se abrió de golpe. El oficial de cara de cera entró
               seguido por dos guardias.

                   —Habitación 101 —dijo el oficial.

                   El hombre de la bata blanca no se volvió. Ni siquiera, miró a Winston; se

               limitaba a observar los discos.

                   Winston rodaba por un interminable corredor de un kilómetro de anchura
               inundado por una luz dorada y deslumbrante. Se reía a carcajadas y gritaba
               confesiones  sin  cesar.  Lo  confesaba  todo,  hasta  lo  que  había  logrado  callar
               bajo las torturas. Le contaba toda la historia de su vida a un público que ya la
               conocía. Lo rodeaban los guardias, sus otros verdugos de lentes, los hombres
               de  las  batas  blancas,  O'Brien,  Julia,  el  señor  Charrington,  y  todos  rodaban

               alegremente por el pasillo riéndose a carcajadas. Winston se había escapado de
               algo terrorífico con que le amenazaban y que no había llegado a suceder. Todo
               estaba muy bien, no había más dolor y hasta los más mínimos detalles de su
               vida quedaban al descubierto, comprendidos y perdonados.

                   Intentó levantarse, incorporarse en la cama donde lo habían tendido, pues
               casi  tenía  la  seguridad  de  haber  oído  la  voz  de  O'Brien.  Durante  todos  los

               interrogatorios anteriores, a pesar de no haberlo llegado a ver, había tenido la
               constante sensación de que O'Brien estaba allí cerca, detrás de él. Es O'Brien
               quien lo había dirigido todo. Él había lanzado a los guardias contra Winston y
               también él había evitado que lo mataran. Fue él quién decidió cuándo tenía
               Winston  que  gritar  de  dolor,  cuándo  podía  descansar,  cuándo  lo  tenían  que
               alimentar,  cuándo  habían  de  dejarlo  dormir  y  cuándo  tenían  que  reanimarlo
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