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sino  sed.  Se  le  había  puesto  la  boca  pegajosa  y  de  un  sabor  malísimo.  El
               constante  zumbido  y  la  invariable  luz  blanca  le  causaban  una  sensación  de
               mareo y de tener vacía la cabeza. Cuando no podía resistir más el dolor de los
               huesos,  se  levantaba,  pero  volvía  a  sentarse  en  seguida  porque  estaba
               demasiado mareado para permanecer en pie. En cuanto conseguía dominar sus
               sensaciones físicas, le volvía el terror. A veces pensaba con leve esperanza en

               O'Brien  y  en  la  hoja  de  afeitar.  Bien  pudiera  llegar  la  hoja  escondida  en  el
               alimento  que  le  dieran,  si  es  que  llegaban  a  darle  alguno.  En  Julia  pensaba
               menos. Estaría sufriendo, quizás más que él. Probablemente estaría chillando
               de dolor en este mismo instante. Pensó: «Si pudiera salvar a Julia duplicando
               mi  dolor,  ¿lo  haría?  Sí,  lo  haría».  Esto  era  sólo  una  decisión  intelectual,
               tomada porque sabía que su deber era ese; pero, en verdad, no lo sentía. En
               aquel sitio no se podía sentir nada excepto el dolor físico y la anticipación de

               venideros  dolores.  Además,  ¿era  posible,  mientras  se  estaba  sufriendo
               realmente, desear que por una u otra razón le aumentara a uno el dolor? Pero a
               esa  pregunta  no  estaba  él  todavía  en  condiciones  de  responder.  Las  botas
               volvieron a acercarse. Se abrió la puerta. Entró O'Brien.

                   Winston se puso en pie. El choque emocional de ver a aquel hombre le
               hizo abandonar toda preocupación. Por primera vez en muchos años, olvidó la

               presencia de la telepantalla.

                   —¡También a ti te han cogido! —exclamó.

                   —Hace mucho tiempo que me han cogido —repuso O'Brien con una ironía
               suave y como si lo lamentara. Se apartó un poco para que pasara un corpulento
               guardia que tenía una larga porra negra en la mano.

                   —Ya sabías que ocurriría esto, Winston —dijo O'Brien—. No te engañes a
               ti mismo. Lo sabías... Siempre lo has sabido.


                   Sí, ahora comprendía que siempre lo había sabido. Pero no había tiempo de
               pensar en ello. Sólo tenía ojos para la porra que se balanceaba en la mano del
               guardia. El golpe podía caer en cualquier parte de su cuerpo: en la coronilla,
               encima de la oreja, en el antebrazo, en el codo...

                   ¡En el codo! Dio un brinco y se quedó casi paralizado sujetándose con la
               otra  mano  el  codo  golpeado.  Había  visto  luces  amarillas.  ¡Era  inconcebible

               que  un  solo  golpe  pudiera  causar  tanto  dolor!  Cayó  al  suelo.  Volvió  a  ver
               claro.  Los  otros  dos  lo  miraban  desde  arriba.  El  guardia  se  reía  de  sus
               contorsiones. Por lo menos, ya sabía una cosa. Jamás, por ninguna razón del
               mundo, puede uno desear un aumento de dolor. Del dolor físico sólo se puede
               desear una cosa: que cese. Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico.
               Ante  eso  no  hay  héroes.  No  hay  héroes,  pensó  una  y  otra  vez  mientras  se
               retorcía en el suelo, sujetándose inútilmente su inutilizado brazo izquierdo.
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