Page 167 - 1984
P. 167
—¡Haz algo por mí! —chilló—. Me has estado matando de hambre
durante varias semanas. Acaba conmigo de una vez. Dispara contra mí.
Ahórcame. Condéname a veinticinco años. ¿Queréis que denuncie a alguien
más? Decidme de quién se trata y yo diré todo lo que os convenga. No me
importa quién sea ni lo que vayáis a hacerle. Tengo mujer y tres hijos. El
mayor de ellos no tiene todavía seis años. Podéis coger a los cuatro y cortarles
el cuerpo delante de mí y yo lo contemplaré sin rechistar. Pero no me llevéis a
la habitación 101.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
El hombre del rostro de calavera miró frenéticamente a los demás presos
como si esperara encontrar alguno que pudiera poner en su lugar. Sus ojos se
detuvieron en la aporreada cara del que le había ofrecido el mendrugo. Lo
señaló con su mano huesuda y temblorosa.
—¡A ése es al que debíais llevar, no a mí! —gritó—. ¿No habéis oído lo
que dijo cuando le pegaron? Os lo contaré si queréis oírme. El sí que está
contra el Partido y no yo. —Los guardias avanzaron dos pasos. La voz del
hombre se elevó histéricamente—. ¡No lo habéis oído! —repitió—. La
telepantalla no funcionaba bien. Ése es al que debéis llevaros. ¡Sí, él, él; yo
no!
Los dos guardias lo sujetaron por el brazo, pero en ese momento el preso
se tiró al suelo y se agarró a una de las patas de hierro que sujetaban el banco.
Lanzaba un aullido que parecía de algún animal. Los guardias tiraban de él.
Pero se aferraba con asombrosa fuerza. Estuvieron forcejeando así quizá unos
veinte segundos. Los presos seguían inmóviles con las manos cruzadas sobre
las rodillas mirando fijamente frente a ellos. El aullido se cortó; el hombre
sólo tenía ya alientos para sujetarse. Entonces se oyó un grito diferente. Un
guardia le había roto de una patada los dedos de una mano. Lo pusieron de pie
alzándolo como un pelele.
—Habitación 101 —dijo el oficial.
Y se lo llevaron al hombre, que apenas podía apoyarse en el suelo y que se
sujetaba con la otra la mano partida. Había perdido por completo los ánimos.
Pasó mucho tiempo. Si había sido media noche cuando se llevaron al
hombre de la cara de calavera, era ya por la mañana; si había sido por la
mañana, ahora sería por la tarde. Winston estaba solo desde hacía varias horas.
Le producía tal dolor estarse sentado en el estrecho banco que se atrevió a
levantarse de cuando en cuando y dar unos pasos por la celda sin que la
telepantalla se lo prohibiera. El mendrugo de pan seguía en el suelo, —en el
mismo sitio donde lo había tirado el individuo de cara ratonil. Al principio,
necesitó Winston esforzarse mucho para no mirarlo, pero ya no tenía hambre,