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por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de
               O'Brien  y  su  aspecto  de  campeón  de  lucha  libre,  sino  mucho  más  por  una
               convicción secreta —o quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo una
               esperanza—  de  que  la  ortodoxia  política  de  O'Brien  no  era  perfecta.  Algo
               había  en  su  cara  que  le  impulsaba  a  uno  a  sospecharlo  irresistiblemente.  Y
               quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba escrito en su rostro, sino,

               sencillamente,  inteligencia.  Pero  de  todos  modos  su  aspecto  era  el  de  una
               persona a la que se le podría hablar si, de algún modo, se pudiera eludir la
               telepantalla y llevarlo aparte. Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo
               para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no había manera de hacerlo.
               En este momento, O'Brien miró su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y
               cinco,  seguramente  decidió  quedarse  en  el  Departamento  de  Registro  hasta
               que  pasaran  los  Dos  Minutos  de  Odio.  Tomó  asiento  en  la  misma  fila  que

               Winston, separado de él por dos sillas. Una mujer bajita y de cabello color
               arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre ellos.
               La muchacha del cabello negro se sentó detrás de Winston.

                   Un  momento  después  se  oyó  un  espantoso  chirrido,  como  de  una
               monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla
               situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los

               dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.

                   Como  de  costumbre,  apareció  en  la  pantalla  el  rostro  de  Emmanuel
               Goldstein,  el  Enemigo  del  Pueblo.  Del  público  salieron  aquí  y  allá  fuertes
               silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco.
               Goldstein  era  el  renegado  que  desde  hacía  mucho  tiempo  (nadie  podía
               recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con
               la  misma  importancia  que  el  Gran  Hermano,  y  luego  se  había  dedicado  a

               actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había
               escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los
               Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de
               ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más
               que  nadie  había  manchado  la  pureza  del  Partido.  Todos  los  subsiguientes

               crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y
               traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto
               modo,  seguía  vivo  y  conspirando.  Quizás  se  encontrara  en  algún  lugar
               enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como se
               rumoreaba  alguna  vez,  estuviera  escondido  en  algún  sitio  de  la  propia
               Oceanía.

                   El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein

               sin  experimentar  una  penosa  mezcla  de  emociones.  Era  un  rostro  judío,
               delgado,  con  una  aureola  de  pelo  blanco  y  una  barbita  de  chivo:  una  cara
               inteligente  que  tenía,  sin  embargo,  algo  de  despreciable  y  una  especie  de
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