Page 9 - 1984
P. 9
por él y no sólo porque le intrigaba el contraste entre los delicados modales de
O'Brien y su aspecto de campeón de lucha libre, sino mucho más por una
convicción secreta —o quizás ni siquiera fuera una convicción, sino sólo una
esperanza— de que la ortodoxia política de O'Brien no era perfecta. Algo
había en su cara que le impulsaba a uno a sospecharlo irresistiblemente. Y
quizás no fuera ni siquiera heterodoxia lo que estaba escrito en su rostro, sino,
sencillamente, inteligencia. Pero de todos modos su aspecto era el de una
persona a la que se le podría hablar si, de algún modo, se pudiera eludir la
telepantalla y llevarlo aparte. Winston no había hecho nunca el menor esfuerzo
para comprobar su sospecha y es que, en verdad, no había manera de hacerlo.
En este momento, O'Brien miró su reloj de pulsera y, al ver que eran las once y
cinco, seguramente decidió quedarse en el Departamento de Registro hasta
que pasaran los Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila que
Winston, separado de él por dos sillas. Una mujer bajita y de cabello color
arena, que trabajaba en la cabina vecina a la de Winston, se instaló entre ellos.
La muchacha del cabello negro se sentó detrás de Winston.
Un momento después se oyó un espantoso chirrido, como de una
monstruosa máquina sin engrasar, ruido que procedía de la gran telepantalla
situada al fondo de la habitación. Era un ruido que le hacía rechinar a uno los
dientes y que ponía los pelos de punta. Había empezado el Odio.
Como de costumbre, apareció en la pantalla el rostro de Emmanuel
Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Del público salieron aquí y allá fuertes
silbidos. La mujeruca del pelo arenoso dio un chillido mezcla de miedo y asco.
Goldstein era el renegado que desde hacía mucho tiempo (nadie podía
recordar cuánto) había sido una de las figuras principales del Partido, casi con
la misma importancia que el Gran Hermano, y luego se había dedicado a
actividades contrarrevolucionarias, había sido condenado a muerte y se había
escapado misteriosamente, desapareciendo para siempre. Los programas de los
Dos Minutos de Odio variaban cada día, pero en ninguno de ellos dejaba de
ser Goldstein el protagonista. Era el traidor por excelencia, el que antes y más
que nadie había manchado la pureza del Partido. Todos los subsiguientes
crímenes contra el Partido, todos los actos de sabotaje, herejías, desviaciones y
traiciones de toda clase procedían directamente de sus enseñanzas. En cierto
modo, seguía vivo y conspirando. Quizás se encontrara en algún lugar
enemigo, a sueldo de sus amos extranjeros, e incluso era posible que, como se
rumoreaba alguna vez, estuviera escondido en algún sitio de la propia
Oceanía.
El diafragma de Winston se encogió. Nunca podía ver la cara de Goldstein
sin experimentar una penosa mezcla de emociones. Era un rostro judío,
delgado, con una aureola de pelo blanco y una barbita de chivo: una cara
inteligente que tenía, sin embargo, algo de despreciable y una especie de