Page 68 - Las Chicas de alambre
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Pleyel, y enamorarse de Nicky. Uno la llevó a las drogas, el otro a cometer un asesinato
               en la figura del hijo que esperaba. Cuando Jess murió, Nicky la vengó. Es más: no creo
               que el novio de mi hija muriera accidentalmente, como se dijo, a causa de aquella
               sobredosis. Yo pienso que Nicky Harvey también se suicidó. Se sabía culpable, iban a
               condenarle... Y no era más que un niño asustado. No lo resistió. Por lo menos, con él
               terminó toda aquella serie de tragedias.

               —Sin duda, es usted una mujer fuerte y valiente —la halagué.
               —Dios me dio fuerzas —manifestó—. Y aún me las da. A raíz de la muerte de Jess y de
               todo lo demás, cuando quisieron hacer una película de aquello... —se estremeció—.
               Hollywood es así. Tuve que luchar mucho para impedirlo. Pero lo logramos. Mis dos
               hijos me ayudaron. Desde entonces he tenido miedo de que el proyecto se reabriera, o de
               que las cosas volvieran a la luz. No hace mucho se cumplieron los diez años de la muerte
               de mi hija, y hubo algunos artículos aquí, en la prensa americana, en Ohio, de donde
               provenimos, en Nueva York, San Francisco y Los  Ángeles. Si se hubiera hecho esa
               película,   no   habría   sido   más   que   carnaza   para   amantes   de   las   sensaciones.   Drew
               Barrymore iba a hacer el papel de Jess —volvió a estremecerse—. ¿Se imagina usted?
               Drew Barrymore, perdiendo unos buenos kilos para estar delgada como Jess, habría
               estado maravillosa; pero tampoco se lo dije.
               —¿Conocía usted bien a Nicky Harvey?
               —Sólo le vi tres veces; pero fueron suficientes. Era un redomado idiota, un ser mezquino
               y estúpido, inútil y sin ningún valor humano.

               Disparaba balas de plata y su lengua era un flagelo. Ni toda su religiosidad le impedía
               hablar con desprecio de los que, para sí misma, eran los diablos de la historia: Pleyel y
               Harvey; sin olvidar los cantos de sirena de Cyrille y Vania. Tampoco me servía de mucho
               tenerla en tensión.
               Oímos  un  coche  en  el  exterior,  un  claxon  que  sonó  dos  cortas  veces  y  un  ruido
               procedente de la entrada: la criada, que iba a abrir la puerta.

               —Es Barbara, señor Boix —le cambió la cara a su madre.


                                                           XXI



               Barbara Hunt era el vivo retrato de su hermana mayor, pero con los kilos justos y sin el
               morbo que aureolaba a Jess. Rebosaba vitalidad, aspecto sano, energía, y no tenía ni el
               menor toque de la sofisticación o la distante prepotencia que se les supone a las actrices
               juveniles de las juveniles sitcoms yanquis. Para mí fue una revelación, una bocanada de
               aire fresco en la turbulencia de mis sentimientos buscando a Vania. Sinceramente,
               esperaba otra cosa. Esperaba que no quisiera hablar conmigo, que dijera que estaba
               cansada, que me pidiera que llamara a su agente para concertar una cita, o que incluso
               pusiera esa cara tan americana de los que preguntan: «¿España?», y evocan un mapa de
               Suramérica preguntándose dónde diablos caerá eso.
               Nada de nada.

               Su madre me presentó, y tuve que cerrar la boca para no parecer idiota, porque se me
               quedó colgando. Me habría sucedido igual si me presentan a una hermana menor de
               Vania, con sus facciones y su toque. Jess era la que menos me habría seducido de las tres;
               pero ni la rubia y vainíllica hermana de Barbara, ni la excitante y singular Cyrille, ni mi


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