Page 66 - Las Chicas de alambre
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La mujer que un día le dijo a su hija mayor: «Dios te hizo hermosa para algo; de lo
               contrario te habría hecho como a cualquier otra mujer. Haz, pues, que el Señor se sienta
               orgulloso de ti», era digna de una frase como ésa. Vestía con clase, con un cierto sabor
               añejo, y tanto su rostro como sus gestos y su misma figura denotaban un estado de paz y
               equilibrio notables. Hablaba despacio. Me dio la impresión de que incluso lo hacía con
               un deje de superioridad, propio de los que se saben en posesión de la verdad, o de los que
               se creen por encima del bien y del mal. A mí me dio lo mismo. Mientras quisiera hablar
               conmigo...
               Y era de las que quería.

               De las que siempre busca un público.
               —¿España? —sonrió, tras estrechar mi mano con la misma flacidez con la que lo había
               hecho Trisha Bonmarchais en París, aunque con menos sofisticación—. No sabía que la
               serie de Barbara se emitiera allí.
               No se emitía, y tuve miedo de empezar diciéndole la verdad.
               —Está anunciada para la próxima temporada —la mentí.

               —Y claro, quiere tener material sin necesidad de acudir a una agencia o algo parecido —
               siguió sonriendo—. Me parece bien.

               —Estaba de paso por Los Ángeles. Sé que lo normal sería que hablara con el agente de
               Barbara; sin embargo...

               —No importa, no importa, señor Boix... ¿se dice así?
               No lo decía bien, claro; pero le dije que sí.
               —Barbara regresará dentro de veinte minutos, media hora como mucho, aunque en el
               estudio suelen acabar puntuales, y más hoy, que es viernes y todo el mundo se escapa.
               Puede esperarla.
               —También quería hablar con usted, claro. Su opinión es muy importante.
               —Gracias —sonrió.

               Así que empecé a hablar de Barbara, aguardando el momento oportuno para dar un giro
               y, cuando ya estuviese inmersa en la conversación, comenzar a preguntar sobre Jess.

               No hizo falta. A los diez minutos de contarme las bondades artísticas de su hija pequeña,
               el nombre de Jess había salido ya media docena de veces. Me lo puso en bandeja.
               —Después de lo sucedido con Jess, ¿no tiene miedo de que Barbara pueda caer en las
               mismas trampas?
               —Todo es posible, señor Boix —me dijo reflexiva y sin escurrir la peligrosidad de la
               pregunta—, pero Dios no castiga dos veces con la misma brutalidad. Cuando Barbara me
               expresó su vocación artística, lo mismo que un día me hizo Jess, le advertí seriamente, le
               recordé lo sucedido con su hermana, y estuvo de acuerdo en que las cosas fueran como
               son. Muchas chicas de la edad de Barbara ya están emancipadas, y más trabajando como
               hace ella. Pero seguimos juntas. A fin de cuentas, y como mis dos hijos varones viven
               todavía en Ohio, sólo nos tenemos la una a la otra.
               De pronto empecé a darme cuenta del porqué del fruncimiento de ceño de la criada al
               preguntar por «los señores Hunt».
               —¿Su marido...?

               —Palmer murió hace cuatro años, víctima de un cáncer de próstata que le tuvo otros
               cuatro antes muy mal. ¿No lo sabía?


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