Page 63 - Las Chicas de alambre
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darle el pésame, y lo mismo hice al morir Jess. Dos o tres años después del juicio de París
               me di cuenta de que había desaparecido, de que nadie hablaba de ella. Leí algo en un
               periódico o en una revista. Fue cuando empecé a preguntarme qué diablos podía estar
               haciendo y dónde. Aún es un misterio para mí.
               —Hay quien dice que debe de haber muerto.
               —¿Sin que nadie lo supiera? —expresó su extrañeza—. La gente no se muere en secreto,
               y menos una top model como Vania.
               —Han pasado diez años, y la gente olvida rápido.

               —¿Qué edad tenía usted entonces?
               —Quince.
               —¿La ha olvidado?
               —Lo mío es distinto. Trabajo en una revista y me muevo en círculos...

               —Da igual. Si Vania hubiese muerto, se sabría.
               —¿La cree capaz de desaparecer sin dejar rastro, ocultarse y «pasar» del mundo, harta de
               todo?
               —Sí —dijo muy seguro.
               —¿Por qué?
               —Porque yo la conocí bien. Porque ya entonces estaba agotada. Porque es de esas
               personas que cuando toman una decisión... la siguen. Vania tenía carácter. Si dijo
               «basta», lo hizo, seguro. Acabo de decirle que estaba agotada, y eso fue un año antes de
               las muertes de Cyrille y de Jess. Las tres eran uña y carne, casi una sola persona. Nunca
               he visto a nadie más unido. Se querían. Cuando la llamé para darle el pésame esas dos
               veces, fue dramático. Cuando lo de Cyrille, se me echó a llorar. Estaba muerta de miedo.
               Pero cuando lo de Jess... era como si estuviese ida. Me asusté.
               —¿Trató de verla?
               —No. No hubiera servido de nada. En ese momento yo iba a casarme y tampoco era
               cuestión de... bueno, ya sabe. Aunque igual me presento en París y Noraima no me deja
               ni verla.
               —¿Noraima?
               —Su asistenta.

               La mujer negra. Finalmente.
               —Parece ser que ella estaba muy cerca de Vania.
               —Demasiado —se puso serio—. Cuando nos casamos, tuve que ponerla a raya, y llegó a
               dejarla. Sólo le faltó decirle: «O tu marido o yo». Luego, al divorciarnos, le faltó tiempo
               para volver otra vez, o puede que Vania la llamara. Ejercía una influencia muy fuerte en
               ella, casi como si hubiera tomado el papel de la madre que tanto necesitaba Vania.
               —¿Volvió? ¿De dónde volvió?
               —No recuerdo. Era venezolana o colombiana o... —repitió su cara de indiferencia, y
               acabó diciendo—: de por allí.
               La conversación tocaba a su fin. Primero, se movió inquieto. Segundo, echó un vistazo al
               reloj. Tercero, paseó su rostro nuevamente endurecido arriba y abajo de la calle. Su
               momento   de   consideración   y   rara   culpabilidad   por   haberme   despedido   con   cajas
               destempladas, había pasado. Yo volvía a ser un periodista curioso dispuesto a meter las
               narices en la vida de los demás.

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