Page 62 - Las Chicas de alambre
P. 62

—Señor Ashcroft...
               Miró mi bolsa. Todavía llevaba la etiqueta del vuelo París-Nueva York.

               —¿Acaba de llegar?
               —Sí.
               Le sonó extraño eso de que ni siquiera hubiera pasado por el hotel para dejar mi bolsa...
               —Me   llamo   Jon   Boix,   y   soy   de   la   revista  Zonas   Interiores,  de   España.   Estamos
               preparando un reportaje sobre Vania.
               Le cambió la cara.

               —¿Por qué no la dejan en paz? —me preguntó con amargura.
               —Lo siento.
               —Yo también —y me dio la mano, dando por terminada nuestra conversación.

               No insistí. Sé cuándo alguien dice «no», y él había dicho «no». Y sé cuándo alguien está
               de más, y yo estaba de más. Tiempo perdido. Dinero perdido. Respiré hondo y caminé
               hacia la puerta, para tomar otro taxi que me devolviera al aeropuerto. Llevaba unos diez
               segundos en la calle, cuando oí de nuevo su voz.
               —Escuche.

               Me giré. Robert Ashcroft estaba en la puerta de su galería, detrás mío. No me moví.
               —¿Qué quiere saber a estas alturas que no se publicase ya entonces? —rezongó.
               —Han pasado diez años —repuse.
               —¿Cambia eso algo? —hizo un gesto con una mano. La otra la tenía en el bolsillo de su
               impecable traje—. Mire, nos enamoramos, como dos locos soñadores, y nos casamos. Así
               de fácil. Fue una locura, pero para eso somos humanos, para cometer locuras. Para ella,
               yo fui el primer hombre real que conoció. Para mí, ella era como una obra de arte, un
               cuadro, algo irrepetible. Duró poco, apenas nada, porque era lógico. Estaba en la cumbre,
               no paraba de viajar. Me volvía loco imaginándola en cualquier parte menos aquí... y nos
               separamos.
               No parecía la clase de hombre que se volviera loco de celos.
               —Gracias —le dije.
               Suspiró y bajó la cabeza, dejando caer los ojos al suelo.
               —No diga que soy un mal bicho —la levantó de nuevo mientras sonreía—. Eso es malo
               para mi negocio.

               —De acuerdo —sonreí yo también.
               —¿Qué clase de reportaje está haciendo?
               Aunque estábamos hablando y él había hecho la concesión, no era una entrevista. En
               cualquier momento podían llamarle por teléfono y... adiós. Así que fui al grano.
               —No es sólo el reportaje —le dije—. Estoy buscando a Vania.

               Enarcó las cejas.
               —¿En serio?
               —Sí. ¿Sabe dónde puede estar?
               —No.
               —¿Ni idea?

               —Ni idea. Al separarnos, dejamos de vernos, y después... La llamé al morir Cyrille, para


                                                                                                           62
   57   58   59   60   61   62   63   64   65   66   67