Page 61 - Las Chicas de alambre
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hora. Cuando llegué al hotel me encontré con el mensaje de Carmina y una dirección: la
del antiguo apartamento de Vania en París.
Ya era tarde, así que me acosté, y antes de tomar el vuelo París-Nueva York por la
mañana, pasé por allí. Los nuevos inquilinos no estaban, y el conserje, un tipo muy
estirado, me dijo que llevaba en su puesto sólo tres años. Ningún dato, ningún indicio. Y
no era cuestión de llamar a los vecinos, teniendo en cuenta que era un edificio de lujo y
que no disponía de mucho tiempo. Sólo quería saber si Vania había hecho amistad con
alguien en el inmueble. Y si ese alguien recordaba a la amiga negra de la modelo.
La diferencia con relación a España era de seis horas, así que llegué a la ciudad de los
rascacielos con la tarde por delante. Si tenía suerte, si conseguía ver al ex marido de
Vania, podría tomar un avión nocturno a Los Ángeles. Cansancio aparte, eso aliviaría el
presupuesto de la aventura. Si hay algo caro en este mundo, son los hoteles neoyorquinos.
Hasta los más baratos tienen precios de cinco estrellas.
Subí a un taxi en el aeropuerto después de jurar en mi declaración de entrada que no
pensaba matar al presidente de los Estados Unidos y de convencer al de pasaportes de
que a pesar de que mi vuelo de vuelta no estaba cerrado, no pensaba quedarme allí a
trabajar. Le di al taxista la dirección de la galería de arte de Robert Ashcroft, en el
popular barrio de Tribeca, en Manhattan. Según Carmina, aquel tipo de galerías abría y
cerraba como si nada, así que tal vez ya no estuviese allí. Pero aunque estuviese, lo que
era más improbable era que pillara al ex de Vania, el hombre que la llevó al altar cuando
la top tenía veintitrés años de edad. Duró poco, pero... Estaba seguro de que tendría que
pasar la noche en Nueva York, y buscar a Robert Ashcroft por la mañana.
Según mi madre, soy un tipo afortunado. Consecuencia de ser Leo. Iba a ponerlo a
prueba.
En quince minutos, «la línea del cielo», como se conoce al perfil de Nueva York al llegar
a la ciudad, estalló ante mí con su magnífica presencia. Aquella urbe respiraba siempre
energía. Me extasié en su contemplación mientras accedimos a Manhattan desde
Brooklyn por el puente de Manhattan, hasta que los rascacielos me engulleron.
Tribeca bullía. Tiendas de moda, restaurantes, comercios... En otro tiempo allí sólo había
almacenes viejos. Desde que los marchantes de arte lo habían tomado a comienzos de los
ochenta, y gentes como Robert de Niro habían instalado allí sus propios estudios de cine,
era otra cosa. El dédalo de calles, muy distinto a las avenidas y manzanas rectangulares
del centro, me produjo la inevitable sensación de vitalidad que siempre experimento al
llegar a Nueva York. Mi destino estaba en una esquina abierta y luminosa.
Entré en la Ashcroft Gallery, que no era precisamente pequeña, sino toda una galería de
primera. Había una exposición modernista de cuadros de gran tamaño para paredes
imposibles. Tomé aire y me acerqué a la chica que atendía a la clientela.
—¿Robert Ashcroft, por favor?
Ni siquiera me contestó. Giró el cuerpo y apuntó a un hombre alto y de buen físico que
estaba hablando con otro menos visual, más discreto.
Mi madre tenía razón.
Me entretuve mirando las obras, muy coloristas, mientras mi objetivo terminaba de
hablar con el otro hombre. Le compró uno de los cuadros, y eso facilitó que cuando se
marchó me sonriera, por si yo también picaba. Le di la mano al tipo que había sido capaz
de seducir hasta el matrimonio a Vania. Cuando se casaron, él tendría unos treinta y
pocos. Ahora habían pasado doce años, así que tenía unos cuarenta y muchos.
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