Page 60 - Las Chicas de alambre
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impresión de ser también el primero para casi todos y todas.
               A través del monitor interior, el director artístico contempló la sala, rebosante de gente,
               con las cámaras de los fotógrafos y las televisiones al fondo, y las primeras filas, a ambos
               lados de la pasarela, con la gente bien del momento, el «todo-París», o el «todo-todo» en
               el mundo de la moda internacional. ¿No había dicho Trisha que Pontignac era uno de los
               genios emergentes del momento?
               —¡Dentro, música!
               Comenzó el desfile.

               Y durante veinte minutos, puede que veinticinco, ellas salieron, caminaron, alucinaron al
               personal, regresaron, se cambiaron, mientras las siguientes lucían sus palmitos y sus
               ropas, y de nuevo salían las primeras, y así, sin solución de continuidad. Y lo mismo
               ellos, los cinco efebos musculosos herederos de los apolos griegos y romanos. Cada vez
               que entraba una chica, se la ayudaba a desnudarse y colocarse el siguiente vestido, e Ivan
               o alguno de los suyos la retocaba, y a lo peor una costurera le echaba un toque hasta el
               mismo momento de volver a salir.
               Casi parecía imposible que todo saliera bien, pero salió.
               Perfecto.

               Ninguna tropezó, ninguna desentonó. Funcionaba.
               —¡Última salida!
               Y el colofón. La música subió de tono, arreció en forma de fanfarria. Los trajes más
               llamativos,   al   final,   incluido   un   imposible   traje   de   novia   en   gasas   multicolores
               transparentes con bragas y sujetadores blancos. Lo llevaba la debutante: Marcia Soubel.
               Llena de orgullo.
               Después, los aplausos, las modelos sacando a un «sorprendido» pero feliz Michel de
               Pontignac, la gente puesta en pie. La consagración, o la locura. Y también el sueño. La
               ilusión de haber creado una fantasía. Me preguntaba quién se pondría todo aquello. Pero
               ésa era la pregunta menos importante. La fiesta era la fiesta.
               Las modelos, las reinas, diosas oficiantes.
               Sólo entonces, cuando todo pasó, cuando la pasarela cerró la luz y el mundo de la
               trastienda se aisló de nuevo del exterior, vi cómo tres de las chicas hablaban con tres de
               los modelos, y cómo otra le hacia una seña a un cuarto indicando que luego se verían. El
               resto se cambió a toda prisa. Oí algo de «me está esperando mi novio», y «me voy a
               dormir, que mañana salgo para Milán», y «tengo una cena con...»
               Volvían a ser hombres y mujeres, vivos, humanos, con instintos.
               Me di cuenta de que estaba agotado. Física y mentalmente agotado.



                                                          XVIII



               Cuando el avión despegó con destino a Nueva York, aún tenía la resaca de la tarde
               anterior en la cabeza.
               No, no cené con ninguna modelo. Sofía estaba en Barcelona, y no era una de aquéllas.
               Salí de allí, de la estación, en Neuilly, solo, y caminé por París, sin rumbo aunque en
               dirección al centro, a la plaza de Charles de Gaulle en la que comenzaban los Campos
               Elíseos, hasta que me metí en un restaurante, y anoté mis impresiones a lo largo de una

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