Page 57 - Las Chicas de alambre
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No sólo una buena parte de ellas era de lo más normal, dentro de los cánones de la
               belleza, sino que algunas, por lo menos dos, eran incluso... feas.
               Asexuada y escuálidamente feas.

               Creía que enloquecería mirando a tantas diosas juntas, el mayor número de mujeres
               hermosas por metro cuadrado reunidas ante mí a lo largo de mi vida, pero el primer golpe
               de vista fue demoledor. Algunas, sí, eran adolescentes o jóvenes que, hasta sin maquillar,
               brillaban con espléndida intensidad. Tenían morbo. Pero el conjunto  no pasaba de
               discreto. Llegué a pensar que el tal Michel de Pontignac las buscaba neutras, sofisticadas,
               extravagantes, pero no bellas. Tampoco había ninguna Naomi Campbell, ninguna Claudia
               Schiffer, ninguna Eva Herzigova. Todas eran desconocidas para mí.
               Me lo tomé con calma. Hice un primer contacto visual genérico, y después puntual.
               Comencé a pasear por entre aquel hervidero, sin interferir en nada, como me había
               pedido Ivan. Trataba de ver, de comprender, y también de oír.
               Había algunas conversaciones triviales.
               —Estuve ocho horas de pie, y él como si nada, probando, cambiando colores, telas,
               poniéndome y quitándome cosas, pendientes, adornos... En un momento dado me pinchó
               con una aguja y dije: «¡Ay!» Entonces me pidió perdón y le respondí: «No, tranquilo, así
               he visto que aún tengo sensibilidad en el cuerpo.» Y es que ni sabía la hora que era. Está
               loco.
               —Pero me encanta lo que hace.
               —Ah, eso sí. Su último desfile fue una pasada.
               Las que estaban sentadas ya, con una peluquera o peluquero trabajando su cabello,
               observaban cuidadosamente lo que se les hacía. Las que preferían leer una revista o un
               libro se ausentaban de todo. Sabía que las horas muertas son muchas, y que todas están
               acostumbradas a ello, pero constaté su paciencia. Su trabajo no terminaba hasta que
               concluía el desfile.
               —¿Qué estudias?
               —¡Japonés! Chica, tengo mucho trabajo allá, y no me entero de nada.

               —Pero si tú hablas cinco idiomas.
               —Bueno, porque se me dan bien. Por eso mismo lo hago. A ellos les gusta que les diga
               cosas en su idioma.
               Ivan estudiaba el rostro de una muchacha de unos diecinueve años, de casi metro
               noventa. Para mi, era de las más bellas.
               —Te disimularé estas ojeras con un poquito de maquillaje.
               —Es   que   no   he   dormido   más   que   cuatro   horas.   Ayer   pasé   veinte   entre   vuelos   y
               aeropuertos. Falló un enlace en Dubai, ¿sabes?
               Llevaban batas blancas unas, y vestían su propia ropa de calle, informal y discreta, otras.
               Cabellos largos, cabellos cortos, ojos de mirada intensa, labios carnosos sin faltar en
               ninguna, pechos apenas existentes en la mayoría, manos de largos dedos... Busqué la que
               me había dicho Ivan, Marcia Soubel. No me costó dar con ella. Sin maquillaje era lo que
               era: una hermosa niña de catorce años. Precisamente, en ese momento, estaban iniciando
               su conversión.
               Me la quedé mirando mientras escuchaba otra conversación.
               —Tu eres Beth Adams, ¿verdad? Soy Jacqueline Drew. Te vi en la campaña de Viremus.
               Muy buena.

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