Page 49 - Las Chicas de alambre
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amantes, periodistas o simples devotos. La agencia era el oasis en medio del desierto de
la vulgaridad.
Otro mundo.
Otra galaxia.
Yo me sentí turbado cuando me detuve delante del mostrador de recepción. La misma
recepcionista habría podido ser «Miss Lo Que Quisiera». A ambos lados de ella, las
paredes estaban cubiertas de fotografías gigantes de las tops y los tops más destacados a
lo largo de los más de veinte años de vida de la empresa.
Vania, Cyrille y Jess estaban ahí.
Le dije a la recepcionista miss que me esperaba la «Suma Sacerdotisa». Me hizo pasar a
una salita de la cual fui rescatado a los dos minutos por otra belleza, ni más ni menos que
oriental, con un exquisito charme francés. La oriental me dejó en manos de un secretario
eficiente, el primer hombre que veía por allí. El siguiente paso fue conducirme por un
pasillo mayestático, cubierto con portadas de revistas famosas, desde Vogue a
Cosmopolitan. A través de algunas puertas vi a la consabida fauna y flora interna, los
bookers, el personal de cada equipo de selección o de lo que fuera, y mesas atiborradas
de papeles, ordenadores, diapositivas, fotografías y rostros de mujeres imposibles,
cientos, miles de rostros. Nuestro paso no se detuvo hasta ser finalmente entronizado en
el despacho de Trisha Bonmarchais.
En su tiempo había sido una notable modelo de pasarela y publicidad estática, influyente
y con personalidad. Conservaba muchos de sus rasgos de top model, y había acrecentado
esa personalidad con los años y su nuevo estatus de poder, especialmente desde que
contrajo matrimonio con el dueño de la agencia. Bastaba con mirarla. Tenía la última
edad perfecta de la juventud y la primera que conducía a la madurez plena, sólo que en
ella se fundían en un todo armónico, a pesar de la dureza de sus rasgos. Era alta, esbelta,
delgada, angulosa y sofisticada. Cien por cien parisina, porque Trisha, pese a su nombre
exótico, era de allí mismo. Por supuesto, una de sus facultades era la de tener memoria,
requisito indispensable en su negocio. Otra bien pudiera ser un estupendo archivo. Pero
aposté por la primera cuando me dijo:
—Tu debes de ser el hijo de Paula Montornés.
Me tendió una mano nada firme, de las que se sostienen fláccidas o se besan, y no hice ni
una cosa ni la otra. Sólo la tomé y me incliné levemente, con educación. Le gustó el
detalle. No sabía nada de su vida, pero aposté a que no era una viuda pasiva y
desesperada. Bastaba con verla.
—Mi madre me ha hablado mucho de usted —mentí.
—La conocí antes de su accidente. Era muy buena.
—Sigue siéndolo, aunque ya no ejerce como antes.
Me indicó que me sentara en una butaquita, frente a su mesa, y ella hizo lo mismo detrás,
en su trono.
—¿Tendrás suficiente con veinte minutos? —pareció marcarme el tiempo que me daba,
aunque luego lo arregló—. Si no es así, no hay problema. Podemos comer juntos.
Me sentí halagado; pero le dije que no, que esperaba tener bastante con veinte minutos y
no robarle...
—No me lo robas. Me encantan las entrevistas. Es una forma de publicidad —reconoció
—. ¿Cuál es el tema?
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