Page 50 - Cuentos de Amor locura y Muerte
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-Bueno,  es  que  me olvido. ¡Se acabó!  No lo hago a              apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que  matara una
          propósito.                                                            gallina.
               Ella se sonrió, desdeñosa:                                            El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco.
               -¡No,  no te creo tanto!                                         De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al
               -Ni yo,jamás,  te hubiera creído tanto a ti  ... ¡Tisiquilla!    animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendi­
               - ue. ¿  ue   "'    ?                                            do de  su madre este buen modo de conservar frescura a la
                  ·Q  '1  ·Q  ,  d1J1ste  ....
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               -¡Nada!                                                          carne), aquélla creyó sentir algo como respiración  �ras sí.
               -¡Sí, te oí algo! Mira:  ¡No sé lo que dijiste; pero te          Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados
         juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que          uno a otro,  mirando estupefactos la operación. Rojo  ...  , rojo  ...
         has tenido tú!                                                              -¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
               Mazzini se puso pálido.                                               Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡  Y ni aun
               -¡Al fin!  -murmuró, con los dientes apretados-.                 en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquista­
         ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!                             da, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente,
               -¡Sí, víbora,  sí!  ¡Pero yo he tenido padres sanos,             cuanto más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija,
         ¿oyes? ¡Sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera          más irritado era su humor con los monstruos.
                                                                                        Q
         tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Ésos son hijos tuyos,              -¡ ue salgan, María! ¡Échelos!, le digo.
         los cuatro tuyos!                                                           Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente em­
               Mazzini explotó a su vez.                                        pujadas, fueron a dar a su banco.
               -¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije,  lo que quiero               Después de almorzar,  salieron todos. La sirvienta fue a
         decir! ¡Pregúntale,  pregúntale al médico quién tiene la mayor         Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar
         culpa de la meningitis de tus hijos:  mi padre o tu pulmón             el so1, volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus
         picado, víbora!                                                        vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
               Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que                   Entretanto, los  idiotas  no se habían movido  en lodo el día
         un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la            de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco,  comenzaba a
         una de la mañana, la ligera indigestión había desaparecido. Y          hundirse,  y  ellos  continuaban  mirando  los  ladrillos, más
         como pasa siempre con todos los matrimonios jóvenes que se             inertes que nunca.
         han amado con intensidad,  una vez siquiera,  la reconciliación             De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco.
         llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.           Su hermana,  cansada de cinco horas paternales, quería obser­
               Amaneció un  espléndido día, y  mientras Berta se                var por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa
         levantaba, escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada           la cresta. Quería trepar,  eso no ofrecía duda. Al fin decidióse
         tenían,  sin duda,  gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo       por  una  silla  sin  fondo, pero  aún  no  alcanzaba.  Recurrió
         rato y ella lloró con desesperación, pero sin que ninguno se           entonces a un  cajón de querosén, y su instinto topográfico
         atreviera a decir palabra.                                             hízole colocar vertical el mueble. Con lo cual triunfó.
               A  las diez decidieron salir,  después de almorzar. Como              Los cuatro idiotas, la mirada indiferente,  vieron cómo su


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