Page 290 - Hamlet
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misterios no son para los oídos humanos. Atiende, atiende, ¡ay! Atiende. Si tuviste amor a
tu tierno padre...
HAMLET.- ¡Oh, Dios!
LA SOMBRA.- Venga su muerte: venga un homicidio cruel y atroz.
HAMLET.- ¿Homicidio?
LA SOMBRA.- Sí, homicidio cruel, como todos lo son; pero el más cruel y el más
injusto y el más aleve.
HAMLET.- Refiéremelo presto, para que con alas veloces, como la fantasía, o con la
prontitud de los pensamientos amorosos, me precipite a la venganza.
LA SOMBRA.- Ya veo cuán dispuesto te hallas, y aunque tan insensible fueras como
las malezas que se pudren incultas en las orillas del Letheo, no dejaría de conmoverte lo
que voy a decir. Escúchame ahora, Hamlet. Esparciose la voz de que estando en mi jardín
dormido me mordió una serpiente. Todos los oídos de Dinamarca fueron groseramente
engañados con esta fabulosa invención; pero tú debes saber, mancebo generoso, que la
serpiente que mordió a tu padre, hoy ciñe su corona.
HAMLET.- ¡Oh! Presago me lo decía el corazón, ¿mi tío?
LA SOMBRA.- Sí, aquel incestuoso, aquel monstruo adúltero, valiéndose de su talento
diabólico, valiéndose de traidoras dádivas... ¡Oh! ¡Talento y dádivas malditas que tal poder
tenéis para seducir!... Supo inclinar a su deshonesto apetito la voluntad de la Reina mi
esposa, que yo creía tan llena de virtud. ¡Oh! ¡Hamlet! ¡Cuán grande fue su caída! Yo, cuyo
amor para con ella fue tan puro... Yo, siempre tan fiel a los solemnes juramentos que en
nuestro desposorio la hice, yo fui aborrecido y se rindió a aquel miserable, cuyas prendas
eran en verdad harto inferiores a las mías. Pero, así como la virtud será incorruptible
aunque la disolución procure excitarla bajo divina forma, así la incontinencia aunque
viviese unida a un Ángel radiante, profanará con oprobio su tálamo celeste... Pero ya me
parece que percibo el ambiente de la mañana. Debo ser breve. Dormía yo una tarde en mi
jardín según lo acostumbraba siempre. Tu tío me sorprende en aquella hora de quietud, y
trayendo consigo una ampolla de licor venenoso, derrama en mi oído su ponzoñosa
destilación, la cual, de tal manera es contraria a la sangre del hombre, que semejante en la
sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con súbita
fuerza le ocupa, cuajando la más pura y robusta sangre, como la leche con las gotas ácidas.
Este efecto produjo inmediatamente en mí, y el cutis hinchado comenzó a despegarse a
trechos con una especie de lepra en áspera y asquerosas costras. Así fue que estando
durmiendo, perdí a manos de mi hermano mismo, mi corona, mi esposa y mi vida a un
tiempo. Perdí la vida, cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme dispuesto
para aquel trance, sin haber recibido el pan eucarístico, sin haber sonado el clamor de
agonía, sin lugar al reconocimiento de tanta culpa: presentado al tribunal eterno con todas
mis imperfecciones sobre mi cabeza. ¡Oh! ¡Maldad horrible, horrible!... Si oyes la voz de la
naturaleza, no sufras, no, que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y