Page 287 - Hamlet
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HAMLET.- Esta noche se huelga el Rey, pasándola desvelado en un banquete, con gran
                  vocería y traspieses de embriaguez y a cada copa del Rhin que bebe, los timbales y
                  trompetas anuncian con estrépito sus victoriosos brindis.

                       HORACIO.- ¿Se acostumbra eso aquí?

                       HAMLET.- Sí, se acostumbra; pero aunque he nacido en este país y estoy hecho a sus
                  estilos, me parece que sería más decoroso quebrantar esta costumbre que seguirla. Un
                  exceso tal que embrutece el entendimiento nos infama a los ojos de las otras naciones,
                  desde oriente a occidente. Nos llaman ebrios; manchan nuestro nombre con este dictado
                  afrentoso y en verdad que él solo, por más que poseamos en alto grado otras buenas
                  cualidades, basta a empañar el lustre de nuestra reputación. Así acontece frecuentemente a
                  los hombres. Cualquier defecto natural en ellos, sea el de su nacimiento, del cual no son
                  culpables (puesto que nadie puede escoger su origen), sea cualquier desorden ocurrido en
                  su temperamento, que muchas veces rompe los límites y reparos de la razón, o sea
                  cualquier hábito que se aparte demasiado de las costumbres recibidas llevando estos
                  hombres consigo el signo de un solo defecto que imprimió en ellos la naturaleza o el acaso,
                  aunque sus virtudes fuesen tantas cuantas es concedido a un mortal, y tan puras como la
                  bondad celeste; serán no obstante amancilladas en el concepto público, por aquel único
                  vicio que las acompaña. Un solo adarme de mezcla quita el valor al más precioso metal y le
                  envilece.

                       HORACIO.- ¿Veis? Señor, ya viene.

                       HAMLET.- ¡Ángeles y ministros de piedad, defendednos! Ya seas alma dichosa o
                  condenada visión, traigas contigo aura celestial o ardores del infierno, sea malvada o
                  benéfica intención la tuya en tal forma te me presentas, que es necesario que yo te hable. Sí,
                  te he de hablar... Hamlet, mi Rey, mi Padre, Soberano de Dinamarca... ¡Oh, respóndeme, no
                  me atormentes con la duda! Dime, ¿por qué tus venerables huesos, ya sepultados, han roto
                  su vestidura fúnebre? ¿Por qué el sepulcro donde te dimos urna pacífica te ha echado de sí,
                  abriendo sus senos que cerraban pesados mármoles? ¿Cuál puede ser la causa de que tu
                  difunto cuerpo, del todo armado, vuelva otra vez a ver los rayos pálidos de la luna,
                  añadiendo a la noche horror? ¿Y que nosotros, ignorantes y débiles por naturaleza,
                  padezcamos agitación espantosa con ideas que exceden a los alcances de nuestra razón? Di,
                  ¿por qué es esto? ¿Por qué?, o ¿qué debemos hacer nosotros?

                       HORACIO.- Os hace señas de que le sigáis, como si deseara comunicaros algo a solas.

                       MARCELO.- Ved con qué expresivo ademán os indica que le acompañéis a lugar más
                  remoto; pero no hay que ir con él.

                       HORACIO.- No, por ningún motivo.

                       HAMLET.- Si no quiere hablar, habré de seguirle.

                       HORACIO.- No hagáis tal, señor.
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