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Fue recién cuando el vehículo volvió a ponerse en marcha —siempre con
la cabina iluminada— que Felipe y Huber sintieron que algo extraño ocurría allí
adentro.
Estaban atravesando el puente.
Desde su ubicación en el asiento posterior, ambos podían ver las cabezas y
los hombros de las seis personas que ocupaban los dos asientos de adelante y —
también— del que oficiaba de chofer.
Los siete continuaban guardando el mismo silencio con el que los habían
recibido.
Huber codeó a Felipe.
—¿Viste? Están todos vestidos de blanco. ¿Por qué no hablan? —le
susurró, empezando a inquietarse— ¡Qué gente rara!
Felipe fue más decidido:
—Señores —exclamó de pronto—, les agradecemos mucho que nos hayan
recogido. Como pudieron comprobar, nuestra moto se descompuso en el puente.
Queremos llegar hasta el próximo pueblo... No sé si ustedes irán hasta allá pero...
Las seis cabezas —menos la del conductor— giraron pausadamente hacia
los dos amigos, hasta permitirles la contemplación perfecta de la palidez de sus
rostros.
Entonces, les sonrieron con los labios pegados, no dijeron nada y —otra
vez— volvieron a mirar hacia adelante.
—¡Señores! —casi gritó Felipe, reclamando una respuesta—. Disculpen...
pero... ¿ustedes viajan hacia Las Acacias o no?
Fue la cabeza del conductor la que se dio vuelta en esta oportunidad.
Contestó con un simple gesto de negación que se tornó perturbador debido
a su sonrisa desdentada y a su cara descarnada, amarillenta. Para colmo,
acomodó el espejito retrovisor de modo de observar a los muchachos y que ellos
pudieran —también— observarlo. Seguía sonriendo.
—¿Dónde nos metimos, Felipe?— volvió a codear Huber, casi al borde de
las lágrimas—. Este tiene la piel como si fuera una vela derretida... de las de
velorio...
Ahora, los dos tenían miedo. Sin dudas, aquel parecía un vehículo
fantasmal y sus ocupantes, ánimas de excursión...
—Si no van para Las Acacias, déjennos bajar aquí mismo, ¡por favor! —
suplicó Felipe.
No obtuvieron ninguna respuesta.
Enseguida, los dos amigos intentaron abrir las puertas que tenían más
próximas.
Era obvio que preferían arrojarse al camino antes de proseguir en la
compañía de tan extraños "salvadores"...
Los siete pálidos ni se inmutaron durante el tiempo que duraron los
inútiles forcejeos y las quejas de Huber y Felipe.
Ninguno de los siete —tampoco— les replicó nada cuando —
repentinamente— el chofer hizo un brusco viraje y retomó el camino que habían
dejado atrás, dirigiéndose por la ruta hasta pasar —de nuevo— a través de el
puente del Arroyo Lobuna. Sin embargo, para los dos amigos era evidente que la
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