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Huber, tratando de divisar inútilmente, algún vehículo que se dirigiera en
dirección a ellos.
Felipe sacó la guía de caminos y la alumbró con su linterna.
—Estamos acá —dijo, señalando Arroyo Lobuna en el plano—. Nos
faltan como noventa kilómetros para llegar a Las Acacias, el pueblo más
cercano... Qué mala suerte...
—No nos queda otro remedio que esperar. Tarde o temprano alguien va a
pasar por este desierto, ¿no te parece, experto en elección de caminos?
Huber bromeaba, pero lo cierto era que se sentía un poco disgustado por
haberse dejado convencer por Felipe en cuanto a tomar por las rutas menos
transitadas. Y Felipe lo advirtió:
—No es mi culpa que hayamos tenido un desperfecto. ¿Quién iba a
suponerlo, sabelotodo?
Al ratito, ambos se dispusieron a comer unos sandwiches de las viandas
que habían preparado.
No llegaron a hacerlo.
Apenas habían desenvuelto uno de los paquetes cuando, del mismo lado
de la ruta que habían dejado atrás tiempo antes, se les apareció —de improviso—
una Kombi blanca.
Llevaba los faros encendidos y el interior iluminado.
En ese mismo momento, la luz de la luna fue como un poderoso reflector
que blanqueó la noche durante un instante.
Huber y Felipe se miraron —sorprendidos— antes de que la negrura
volviera a taparlo todo. Otra vez, sólo aquel punto de luz que la Kombi encendía
sobre la ruta, aproximándoseles lentamente.
—Qué raro —dijo Felipe—. Ese utilitario no hace ningún ruido... Yo no
oigo nada...
—Yo tampoco pero... ¿qué importa? Lo bueno es que pronto vamos a salir
de este puente. ¡Vamos, Felipe, a "hacerles dedo"!
Los dos amigos se apresuraron —entonces— rumbo a la entrada del
puente y comenzaron a hacer señas con las luces de sus linternas, a la par que
indicaban la dirección hacia la que querían desplazarse.
La Kombi se les aproximaba cada vez más, tan lenta e iluminada como
cuando recién la habían divisado y ellos volvieron a ponerse contentos:
seguramente, pronto serían recogidos y podrían llegar hasta Las Acacias en busca
de auxilio para su averiado "Rayo".
Cuando el inmaculado vehículo se detuvo sobre la banquina —a unos
treinta metros del puente— Huber y Felipe corrieron hacia allí, agitando sus
cascos y dando gritos de bienvenida.
—Que no se crean que somos asaltantes —comentaban—. Que se den
cuenta de que necesitamos ayuda.
Y bien que los ocupantes de la Kombi habían notado que los dos la
necesitaban...
Ya los esperaban con una de las puertas traseras abiertas, invitándolos a
subir —sin palabras— y los amigos subieron, casi sin fijarse en los singulares
ocupantes de aquel rodado, apurados como estaban por solucionar su problema.
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