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CUANDO LOS PÁLIDOS VIENEN

                                               MARCHANDO



                         Apenas Felipe se enteró —al recibir la carta aquella mañana—, telefoneó
                  a su amigo Huberto:
                         —¡Me saqué la rifa de la exposición, Huber! ¡La moto es nuestra!
                         "Nuestra",  había  dicho,  y  era  cierto,  porque  la  amistad  entre  ambos  los
                  llevaba a compartirlo casi todo desde la infancia. Con más razón, esa poderosa
                  moto importada con la que los dos habían soñado tanto.
                         Ni  pensar  en  comprarla.  Aun  sumando  los  ahorros  de  años  no  podrían
                  haber  llegado  a  reunir  tamaña  suma  como  la  que  se  necesitaba  para  adquirir
                  semejante moto.
                         —¡Qué joya! —repetía Huber unos días después, al contemplarla ubicada
                  en  el  patiecito  delantero  de  la  casa  de  Felipe  mientras,  mate  va,  mate  viene,
                  planificaban un viajecito para "ablandarla".
                         El estreno había sido —como es de suponer—dando mil vueltas a través
                  de las calles del barrio, ante la admiración de la muchachada.
                         Me parece que lo mejor será viajar hacia Arenamares... (Felipe miraba un
                  mapa de rutas en compañía de Huber).
                         —Son quinientos tres kilómetros. Podemos hacer paradas en Villa Soltera,
                  en Posta Luciérnaga, en...
                         —Pero por ese camino... ¡son como ciento veinte kilómetros más, Felipe!
                  —protestó Huber.
                         —Sí, pero estoy eligiendo las rutas menos transitadas. Lo que perdemos
                  en kilometraje lo ganamos en tranquilidad.  En esta época,  medio  mundo viaja
                  hacia las playas. ¡Odio los embotellamientos!
                         Huber se puso a anotar la lista de provisiones imprescindibles para aquel
                  paseo de inauguración "oficial" de "El Rayo", como habían bautizado a la moto
                  pegándole esas palabras con letras autoadhesivas y fosforescentes.
                         Al fin, todos los preparativos estuvieron listos y los dos amigos partieron
                  —una noche de viernes— rumbo a Arenamares.
                         Estaban contentísimos.
                         Los  primeros  doscientos  kilómetros  los  recorrieron  sin  ningún  tipo  de
                  inconvenientes. "El Rayo" marchaba a la perfección. Eso lo animó a imprimirle
                  mayor velocidad de la aconsejable para un rodado "en ablande".
                         El aire fresco de la noche se partía en serpentinas invisibles a su paso.
                         Estaban a punto de atravesar el puente sobre el arroyo Lobuna cuando a
                  Huber  y  Felipe  les  pareció  que  la  moto  echaba  a  volar,  que  se  despegaba  del
                  asfalto, que se convertía en un verdadero rayo sobre la oscuridad y el silencio de
                  aquel paisaje campesino.
                         Poco después —y bruscamente— la moto se detuvo en mitad del puente y
                  no encontraron forma de hacerla andar otra vez.
                         —¿Y ahora... qué? —se preguntaba Felipe, contrariado.
                         —Esta ruta es la desolación total... pero... ¿quién la eligió? — agregaba



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