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aumentando a medida que se enteraba de lo sucedido.
Ordenó que atendieran al muchacho.
Le pusieron ropas secas, le dieron de comer, de beber, lo dejaron reposar
un rato y —recién entonces— el sacerdote decidió hablarle.
—Joichi, mi querido y pobre amigo; necesito que me confieses todo lo
que te pasa. Todo. Sin olvidar ningún detalle. Temo que corres peligro.
Al escuchar la voz del sacerdote, tan sinceramente conmovida, tan amable
a pesar de que él no se había comportado correctamente, Joichi no soportó más
su secreto y se lo reveló. Entre sollozos.
—¡Ah, pobrecito! ¡Ya intuía yo que tu vida está en peligro! ¿Por qué me
ocultaste esta aventura tan extraña? Ay, Joichi; lamento decirte que tu
extraordinario talento es el que te ha colocado en situación tan grave... Sé que te
horrorizará saberlo pero es imprescindible que lo sepas: durante estas tres noches
no estuviste actuando en ninguna casa sino en el cementerio... Y de allí te
rescataron mis sirvientes hoy. Todo lo que sentiste, todo lo que oíste mientras
suponías estar con ilustres personajes, debes considerarlo una ilusión. Recuerda,
por favor: todo ha sido una ilusión, excepto el llamado de los muertos...
Hijo: los muertos se desesperan —a veces— por comunicarse con
nosotros pero —por más desesperado que sea ese pedido— no hay que
escucharlo. Ellos intentan arrastrar a los vivos hacia su infinita morada.
Lamentablemente —prosiguió el sacerdote— ya les has obedecido Y con una
sola vez basta para que te tengan en su poder. Si vuelves a hacerles caso —ahora
que quebraste la promesa que les hiciste— te destruirán.
Sin embargo, sé cómo proceder para protegerte. Existe un único modo y
es escribir textos sagrados sobre tu propia piel y sobre todo tu cuerpo. Porque tu
cuerpo vivo es lo que se necesita proteger con urgencia. Tu alma es muy
bondadosa y sabrá ampararse a sí misma. ¿Me has entendido?
Así fue como —antes de que atardeciera— el sacerdote y su ayudante
desnudaron a Joichi y le indicaron que tuviera paciencia ya que —durante un
buen rato— deberían escribir sobre su cuerpo aquellas palabras religiosas.
Enseguida, entintaron sus pinceles y empezaron a trazar los signos de un
texto sagrado sobre todas y cada una de las partes de su cuerpo: sobre su cabeza
rapada, sobre su cara, su cuello, sobre pecho y espalda, piernas, brazos, manos,
pies...
Cuando el trabajo ya estaba casi concluido, el sacerdote les recordó que
debía ir a ofrecer un servicio a una casa de las inmediaciones.
Dejó a su ayudante —encargándole que finalizara la escritura— y se
despidió de Joichi, diciéndole:
—Me apena no poder quedarme contigo esta noche, pero escucha
atentamente mis recomendaciones y todo saldrá bien.
—Tal como lo hiciste ayer, antes de ayer y antes de antes de ayer, deberás
sentarte en tu terraza y esperar. Pero —esta vez— completamente desnudo. Tu
vestido es —ahora— el texto sagrado. El samurai vendrá a buscarte y te llamará.
No te muevas y no le contestes. Quédate quieto, inmóvil. Pase lo que pase, no te
muevas y no hables. Si cumples con estas instrucciones, el grave peligro habrá
pasado y tu vida volverá a ser la de siempre. Ah, y no toques tu biwa. Limítate a
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