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Pero esa noche llovió torrencialmente y aunque los servidores trataron de
                  seguir al muchacho cuando lo vieron abandonar el templo, pronto lo perdieron de
                  vista en la oscuridad de las calles.
                         —¡Qué  raro!  —se  decían—.  ¿Cómo  pudo  desplazarse  tan  rápido,  ciego
                  como es y en medio de esta tormenta?
                         Ya  regresaban  al  templo  por  el  camino  de  la  playa,  cuando  los  dos  se
                  sobresaltaron al oír el sonido de un biwa. No por el sonido del instrumento, claro,
                  sino porque alguien lo estaba tocando dentro del cementerio.
                         Los dos hombres se dieron coraje mutuamente y se dirigieron hacia allí.
                         Entonces, con la luz de sus linternas lograron ubicar al ejecutante.
                         Increíble  lo  que  vieron  y  oyeron—,  Joichi  estaba  sentado  frente  a  una
                  lápida, en la más absoluta soledad y bajo la lluvia. Entonaba —a toda voz— el
                  fragmento  de  la  batalla  de  Dan-No-Ura,  mientras  hacía  resonar  su  biwa  casi
                  furiosamente.
                         Alrededor  del  muchacho  y  sobre  todas  las  tumbas,  los  fuegos  fatuos
                  brillaban como nunca. Pasmados, los sirvientes se fueron aproximando a Joichi
                  muy sigilosamente.
                         Cuando estuvieron a su lado, vieron que la lápida frente a la que el ciego
                  estaba actuando era la erigida en  memoria del desdichado principito protegido
                  por los Taira.
                         Los fuegos de los muertos ardían sin cesar.
                         La lluvia caía ahora con más fuerza.
                         Joichi  proseguía  cantando  y  tocando  su  biwa,  como  poseído  por  una
                  energía sobrenatural. Los relámpagos iluminaban —fugazmente— la escena.
                         Estremecidos, los dos hombres empezaron a gritarle:
                         —¡Joichi! ¡Vamonos de aquí, Joichi! ¡Estás embrujado!


                                         8) DONDE SE CUENTA CÓMO EL
                             SACERDOTE INTENTA SALVAR LA VIDA DE JOICHI.

                         Durante un rato, los sirvientes permanecieron junto al ciego, llamándolo
                  inútilmente
                         Joichi no los oía y seguía cantando y tocando como alucinado.
                         Finalmente, se animaron a zamarrearlo, a gritarle en el oído, a tratar de
                  arrebatarle su biwa.
                         Recién entonces fue cuando Joichi pareció advertir su presencia.
                         Indignado, enojadísimo, exclamó:
                         —¡Esto  es  intolerable!  ¡Intolerable!  ¿Cómo  se  permiten  interrumpir  mi
                  actuación delante de tan majestuosa concurrencia? ¿Cómo se atreven a entrar así
                  a la casa de tan noble Señor como lo es mi anfitrión?
                         Convencidos  —ya—  de  que  Joichi  estaba  embrujado,  los  hombres  lo
                  tomaron —entonces— de las manos y de los pies y —a la fuerza— lo cargaron
                  para llevarlo de vuelta al templo.
                         Aún llovía.
                         El  sacerdote  los  recibió  con  gran  preocupación,  preocupación  que  fue




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