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—¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.
—¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque
seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su
explicación:
—Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos,
bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.
Enseguida, lo hicieron.
Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el
medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en
ambas manos.
—¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.
—Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...
—En cambio, nosotras... —completó Martina— sólo con una mano...
Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron
vencer buena parte de sus miedos.
Al rato, todas dormían.
Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.
Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al
amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su
suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo
un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela
misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en
orden. ¡Qué alegría!
—Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y
les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de
la noche de nervios que habían pasado.
—No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo
avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que
consiguió que nos calmáramos...
Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían
hecho para no asustarse demasiado.
Entonces, las tres amiguitas les contaron:
—Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...
—Estirarnos los brazos así, como ahora...
—Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...
¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María
Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela.
Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no
poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera.
¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del
medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!
Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les
eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.
—¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos
trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.
—¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella
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