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por  los  tremendos  ruidos  de  la  tormenta  que  —finalmente—  había  decidido
                  desmelenarse sobre la noche.
                         Truenos y rayos que conmovían el corazón.
                         Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.
                         El viento, volcándose como pocas veces antes.
                         —¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.
                         Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la
                  inquietud.
                         Martina trató  de calmar a su amiguita (y de calmarse, por  qué negarlo)
                  encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.
                         La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que
                  —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.
                         —No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía
                  Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.
                         —Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.
                         Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de
                  las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos
                  los relojes.
                         Cuando  el  de  la  sala  —grande  y  de  péndulo—  marcó  las  doce  con  sus
                  ahuecados  talanes,  las  jovencitas  ya  habían  logrado  tranquilizarse  bastante,  a
                  pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable.
                         Las luces se apagaron de golpe.
                         —¡No  me  hagan  bromas  pesadas!  —chilló  Oriana—¡Enciendan  los
                  veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas
                  para encontrar las perillas.
                         Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.
                         —¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.
                         —¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.
                         Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y
                  nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos...
                         Oriana se echó a llorar, desconsolada.
                         —¡Tengo  miedo!  ¡Hay  que  ir  a  buscar  las  velas  a  la  cocina!  ¡Hay  que
                  bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!
                         —"¡Hay  que!"  "¡Hay  que!"  ¡Qué  viva  la  señorita!  ¿Y  quién  baja,  ¿eh?
                  ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!
                         —¡Yo  tampoco!  —agregó  Martina—.  Esta  Oriana  se  cree  que  soy  la
                  Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos
                  recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan?
                         Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.
                         —Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor,
                  bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...
                         Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana
                  parecía  más  chiquita  y  se  comportaba  como  tal.  Se  compadeció  y  actuó  —

                  entonces— cual si fuera una heramana mayor.
                         —Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea.
                  Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?




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