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                  bailarina de "tap" . Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que
                  bailara con ellas.
                         —¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a
                  descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar
                  agotada.
                         La  mamá  de  Martina  trató  —en  vano—  de  convencerlas  para  que  se
                  fueran  a  dormir  a  las  cuatro  y  no  sólo  a  las  niñas,  porque  la  abuela  tampoco
                  estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así
                  fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la
                  sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para
                  la función casera de zapateo americano.
                         Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba
                  con intensidad entre los árboles.
                         Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos
                  nubarrones.
                         La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo
                  suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas—
                  algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada.
                         Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.
                         Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que
                  habían usado para la función.
                         Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes,
                  como en cada oportunidad que pasaban en esa casa.
                         Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que
                  se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse
                  el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la
                  oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).
                         En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela,
                  en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.
                         En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la
                  puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la
                  ventana.
                         En  la  cama  del  medio,  Oriana,  porque  era  miedosa  y  decía  que  así  se
                  sentía protegida por sus amigas.
                         Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la
                  voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les
                  decía:
                         —La  abuela  se  descompuso.  Nada  grave  —creemos—,  pero  vamos  a
                  llevarla  hasta  el  hospital  del  pueblo  para  que  la  revisen,  así  nos  quedamos
                  tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que
                  traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.
                         ¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas
                  no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y
                  menos  pudieron  dormir  minutos  después  de  que  oyeron  el  ruido  del  auto  del
                  padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo

                  1  Tap: zapateo americano.


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