Page 99 - El club de los que sobran
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demasiado tarde. A los pocos segundos, una voz pregunta:
—¿Qué quieren?
—Oiga, se nos cayó una pelota —explico.
—¿Una pelota?
—Sí, de treinta y dos cascos, Adidas, casi nueva.
—Oye, cabro chico… son casi la 1 de la mañana.
—¿Y qué? Es verano…
—Anda a joder a otro lado —concluye mi interlocutor, y corta.
Miro a Pablo con cara de pregunta. Mi hermano no lo piensa dos veces y salta por
sobre la puerta con agilidad sobrehumana. De inmediato una alarma suena en todo el
lugar. Me trepo para apreciar la situación y veo en el estacionamiento la famosa
camioneta negra. Pienso: tal vez el Chuña sigue con vida. Dos guardias (distintos a los
que agarraban al Chuña) salen con lumas y —creo— pistolas en sus cinturas. Siento la
muerte tocándonos los talones. Pablo se acerca hacia ellos, desafiante, demasiado seguro
de sí mismo.
—Oye, cabro chico, ¿qué te hai creído?
—¿No oíste a mi hermano? Te dijo que se le cayó la pelota —dice provocativo.
—Esto es propiedad privada, así que vira —advierte el guardia.
Pero Pablo no se mueve y dice con una insólita paz interior:
—Solo vinimos por la pelota…
Algo pasa en las mentes de estos señores. Yo creo que están acostumbrados a que los
reten y les «echen la foca».
¿Y qué hacen cuando un joven les dice que viene por una pelota?
Respuesta definitiva: nada. Como decía mi papá «lo que naturaleza no da…».
—¡Te dije que te fuerai, mierda!
El otro guardia empuja a Pablo y me entra un miedo tremendo. Y cuando eso pasa, me
quedo mudo. Pablo cae al suelo. Un fortachón lanza una patada, pero mi hermano le
agarra la pierna con sus manos. No sé cómo lo hace, pero logra botar al tipo. No tiene
tanta suerte con el otro tarado. Recibe un lumazo en la espalda, pero no dice una palabra,
aguanta como un hombrecito. Pobre Pablo, pienso. Nunca lo he visto llorar, en cambio
yo…
—¡Paren! —grito con todos los pulmones.
Y acto seguido, me pongo a llorar. Pobre de mí. Y más encima, nadie me pesca.
Asomado en la puerta, veo cómo esos dos hombres golpean a un niño de dieciséis años.
No es justo, pienso. No deberíamos estar metidos en esto. ¿Dónde están los papás cuando
uno los necesita? ¿Y las mamás? Para qué hablar de la justicia divina…
Yo les voy a decir donde están: en ningún lado. Con suerte, en tu imaginación, en tus
recuerdos, en viejas fotografías de álbumes guardados en un mueble de madera que nadie
abre. En cambio ella, esa voz argentina, la figura de nuestro ángel guardián, siempre está
ahí…
—¡Dejalo, bestia, dejalo!
La Dominga aparece de la nada y se les tira encima a los guardias. Ellos no entienden
absolutamente nada. ¿De dónde salen estos jovencitos con el pelo raro?, parecen
preguntarse. Ninguno responde, pero por suerte dejan de golpear a mi hermano y la
Dominga lo ayuda a ponerse de pie.
—Vamos —dice.
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