Page 9 - El club de los que sobran
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el ídolo de las ocho ruedas y no sé cuántos rodamientos, el enemigo de los cascos y mejor
amigo de los esguinces, torceduras y tec cerrados de la nación skater. Hay que
reconocerlo, a los dieciséis años, Pablo era todo lo que yo nunca seré: alguien. Alguien
cuya voz es oída. Ese que cuando mencionas su nombre y apellido, todos conocen. El que
se queda callado y dice las cosas precisas. El pesado con los papás e ídolo para los de su
grupo. El pinteado, el cool, el…
—¿Se puede saber qué haces ahí parado, péndex?
—Creo que el Chuña está muerto.
Y así, de manera simple, el súper-cool-rey-de-Bustamante se quedó sin nada que decir.
Volvió a su pieza, buscó su polera de Los Ramones y salió sin darse cuenta de mi
existencia. Y yo, como buen perro faldero, lo seguí.
Llegamos en menos de cinco minutos. El Chuña seguía ahí. Pablo se acercó
lentamente. Yo me quedé a unos metros. Delicadamente, como nunca lo había visto, mi
hermano le sacó los guantes al Chuña y acarició sus manos. Luego tocó su pulso en el
cuello. Se hincó en las piedrecillas y con voz muy débil, dijo:
—Socio, despiértate.
Pero el Chuña no despertó.
Pablo no se movió de su lado los siguientes veinte minutos. No sé si lloró o solo
recordó los años que pasó cerca de su amigo. Sí, tal y como lo escuchan: amigos. Tan
amigos que la última Navidad, tras la pelea con mi mamá cuando nos comunicó la
fatídica noticia, Pablo salió en su tabla y pasó la noche con el Chuña, quien ya había
recibido varios restos de banquete de la gente del barrio. Mi hermano volvió a las 5 de la
mañana, algo borracho, supongo, pero feliz. Dijo que el Chuña era lo único que le
importaba, y tal vez tenía razón. Después de todo, le debía la vida.
Escuchen: puede que un hermano mayor parezca un dios del Olimpo, pero créanme, en
algún momento fue niño. Y ese niño alguna vez tuvo doce años y vio que sus papás se
peleaban día y noche, y en vez de lloriquear decidió subirse a un skate y salir al barrio.
Bueno, da la casualidad que el barrio tenía una pista en medio de un parque que queda a
cuadras de mi casa, y da la casualidad de que Pablo encontró ahí un lugar donde ser feliz.
Y sin que nadie se lo impidiera, mi hermano prácticamente se trasladó a vivir al skate
park del Parque Bustamante.
Ahí conoció al Chuña. Al principio creyeron que era un loco, un borracho más, pero a
diferencia del resto, Pablo y sus amigos le hablaron de manera franca. Y lo que es más
importante, lo escucharon. Se dieron cuenta de que el hombre tenía un pasado, muchas
historias del barrio y, sobre todo, unos refranes que hicieron alucinar a mi hermano.
Los años pasaron y Pablo se hizo mayor. Sus amigos se multiplicaron, al igual que sus
destrezas con la tabla, pero nunca se olvidó del Chuña, de la misma manera que este
nunca se olvidó de mi hermano.
Tal vez por eso el Chuña decidió jugarse el pellejo. Transformarse en una leyenda.
Bueno, no lo que se dice una leyenda, pero sí en alguien importante. Un tipo bacán, un
ídolo. «Un buen ser humano», como dijo mi hermano esa noche después de llegar a casa.
Todo pasó hace pocos meses. Y la culpa es de Mateo de Toro y Zambrano y todos esos
señores a los que se les ocurrió gestar la Independencia. El 18 de septiembre, mientras la
mayoría estaba en las fondas o simplemente pasados a vino, Pablo se quedó haciendo sus
piruetas en la pista. La primavera estaba por llegar, así que las torres de iluminación
estaban encendidas para poder disfrutar de la canchas. No sé bien a qué hora fue, pero
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