Page 11 - El club de los que sobran
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Capítulo 3











          Es  raro  el  verano.  Más  si  tienes  trece  años.  Súmenle  a  eso  una  mamá  estresada,  un

          hermano mayor en plena revolución hormonal, una casa que se hace demasiado grande
          para tres personas, un barrio que va cambiando como piel de lagartija, un papá que manda
          mails en vez de llamar por teléfono, un amigo que se cree jugador de la selección chilena
          y se corta el pelo al cero solo para imitarlo, además de un vago muerto, y entenderán algo
          de lo que me ha pasado en el último tiempo.
             Pero vamos por parte.
             Primero, la familia: Había una vez dos jóvenes que se enamoraron. Ella se llamaba
          Daniela y él, Horacio. Él estudiaba Ingeniera en Mecánica y ella quería ser profesora de
          castellano. Él terminó la universidad y ella quedó embarazada de un dios del skate al que
          llamaría Pablo. Claro que mi mamá no lo sabía en ese momento. Dejó de estudiar, aunque
          mis abuelos pegaron el grito en el cielo. Horacio juró que con su sueldo alcanzaría y por
          muchos años así fue. Hasta que un día, mi mamá dijo: «Sabes, los niños ya son grandes y
          tengo ganas de trabajar». Y mi papá no dijo nada. Al menos ese día. O sea, dijo muchas
          cosas,  pero  se  demoró  mucho  tiempo,  más  de  dos  años,  calculo.  Fue  de  a  poco,
          observando el panorama: las idas de mi mamá al centro para trabajar en el Ministerio de
          Bienes Nacionales, nuestras malas notas en colegio, las reducciones de sueldo en el taller
          de don Juan, que poco a poco iba muriendo…
             Y,  finalmente,  llegó  a  las  siguientes  conclusiones:  todo  había  cambiado,  la  casa  se
          hallaba vacía, sus hijos vivían en la calle y nadie hacía la comida… en fin, supongo que
          las  típicas  cosas  que  piensa  un  hombre  machista  como  mi  papá,  acostumbrado  a  ir  al
          trabajo a tres cuadras de su casa, volver a almorzar y gozar con lo linda que es su familia.
             ¿Suena muy pesada mi descripción de él?
             Qué extraño, tomando en cuenta que mi papá es un tipo que abandonó a su familia y
          nos dejó sin un peso. (Lástima que no escuchan mi tono irónico).
             Ya, está bien, tampoco es el más malo-malo en la historia de la humanidad. A nadie le
          gusta  ver  a  sus  papás  peleando,  ¿cierto?  Chócale,  a  mí  tampoco.  Con  Pablo  nos
          mirábamos  en  las  mañanas,  justo  antes  de  ir  al  colegio.  Les  gustaba  «charlar»  en  el
          dormitorio. Imagino que mi mamá se estaba arreglando el vestido, poniéndose un poco de
          maquillaje, ordenando su cartera, la plata para el metro, esas cosas. ¿Y mi papá? En la
          cama. El taller de don Juan había cerrado, como muchos por el sector.
             —¿Cuánto crees que van a durar si siguen peleando así? —me atreví a preguntarle una
          mañana a mi hermano.
             Él levantó los hombros y se fue raudo en su skate. Qué comunicativo.
             No hubo necesidad de esperar demasiado la respuesta. Una noche de martes mi mamá
          no llegó a comer a la casa. Mi papá compró una pizza y abrió una cerveza de un litro.
          Hasta le ofreció un poco a Pablo, pero este se negó. Una vez terminado el banquete, los


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