Page 8 - El club de los que sobran
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Cuando vi al Chuña me quedé quieto, con la pelota en mi brazo y la mirada fija. Supe
          en el acto que ese día iba a ser raro y, como zombi, me acerqué hasta quedar a pocos
          centímetros de su cara. Tenía los ojos y la boca abiertos. A su lado, su frazada roñosa y
          una botella de vino medio vacía. La barba estaba intacta y en su gamulán no había rasgos
          de heridas o algo parecido. El chaleco tenía sus cinco botones abrochados y su pantalón
          de cotelé estaba pasado a orina.
             Así es como huele un borracho, pensé.
             Me  equivocaba,  por  supuesto.  Ese  olor,  ese  nauseabundo  y  fétido  aroma  no  era
          producto del vino que el Chuña tomaba todos los días. Tampoco tenía que ver con el
          hecho  de  que  jamás  lo  hubiera  visto  con  otras  prendas  diferentes  de  las  que  llevaba
          puestas. De hecho, el haber dormido en la estación de metro Irarrázaval los últimos cuatro
          años, más que empeorar aquel perfume, yo diría que casi lo aligeraba.
             No. Ese era el olor de la muerte. Y yo, tras unos minutos, me di cuenta solo.
             ¿Qué podía hacer? ¿Llamar a la policía? Ni loco. Se lo llevarían en un carro verde y
          jamás sabríamos algo de él. ¿A algún inspector municipal? Menos. Esos tipos son una
          lacra, y si yo fuera presidente, además de decretar los fines de semana desde el viernes
          hasta el martes, los eliminaría de raíz. No son ni policías pero se creen tal. Tampoco son
          inspectores,  porque  para  «inspeccionar»  a  alguien  hay  que  tener  alguna  técnica  de
          investigación, algo que para ellos es como hablar chino-mandarín.
             Miré la hora: 9:30 de la mañana. Por primera vez en lo que iba de vacaciones, agradecí
          la horrible costumbre de despertarme a las 8:30, cuando mi mamá se va al trabajo. No es
          que me guste pasarme las mañanas solo y aburrido; la culpa es de mi cuerpo, víctima de
          la tiranía escolar. Todavía tenía al menos dos horas hasta que los jardineros llegaran al
          lugar. Pensé en llamar a mi mamá, pero ¿qué podía hacer una secretaria del Ministerio de
          Bienes  Nacionales  para  ayudarme?  Nada.  Con  solo  imaginármelo,  se  me  pusieron  los
          pelos de punta:
             —Ándate a la casa y no vuelvas a salir.
             —Pero mamá, es el Chuña.
             —¿Quién?
             —El Chuña… ese caballero del parque.
             —Ese vago, querrás  decir… Gabriel,  ¿me escuchas? Hijo…  ¡cabro porfiado!  ¿Estás
          ahí?  Por  favor  dime  que  no  estás  frente  al  cadáver  de  ese  vago…  por  favor,  Gabriel.
          ¡Dime que no estás con ese vago!
             Sí, mejor evitarse a una madre en esos momentos. Además estaba en el centro de la
          ciudad,  odiando  a  su  jefe  y  odiando  su  trabajo.  Pobre  mami.  Lo  ha  pasado  mal  en  el
          último  tiempo.  Mejor  no  darle  más  preocupaciones.  Así  que  enfilé  hacia  el  único  y
          sagrado lugar al que todo adolescente debe dirigirse en momentos en que el destino de la
          humanidad pende de un hilo: la pieza de mi hermano.
             Lástima que no me dejó entrar.
             —¡Ándate, si no quieres que te mate! —gritó tras dos ligeros golpes en el póster de
          Tom Araya que está pegado en su puerta.
             —¿Cómo sabes que soy yo?
             No respondió. Esperé dos minutos y volví a intentar. Toc-toc.
             —Péndex, te dije que te fueras —dijo con voz de dormido.
             —No, me dijiste que me ibas a matar —contesté en el acto.
             La puerta se abrió y como en las películas de acción surgió el guerrero del skate park,



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