Page 13 - El club de los que sobran
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Fue en agosto del año antepasado, un sábado en el que el parque —o tal vez debo decir
«mi cancha»— no presentaba demasiada actividad. A las 5 de la tarde, Irarrázaval ya
había cedido su importancia a la avenida 10 de Julio; avenida Matta recibía a los
penitentes que iban al Persa Biobío o al Parque O’Higgins, y en medio de Bustamante no
había mucha acción. Pero eso a mí nunca me ha desanimado. Si ustedes necesitan a
alguien para estar contentos, entonces les comunico que en su vida se van a topar muchas
veces con la palabra aburrimiento.
Mientras entrenaba mi «bicicleta» a lo Alexis Sánchez, noté que alguien cantaba. Y
mal. Miré a una especie de pérgola, donde algunas veces hacen unos espectáculos para
hacerle la pata al alcalde, pero nada. La voz se intensificó; era de mujer y cantaba en
inglés. Pronunciaba bien, aunque no conocía la canción. Era un rap que parecía
trabalenguas, y tal vez por eso decidí seguir el sonido. Llevaba la pelota en el brazo, y
cuando vi a la Dominga apoyada en un árbol, con su MP3 conectado a las orejas y con
ese plumón negro de punta finita dibujando en su brazo, sí, lo reconozco, me quedé ahí
parado, como estatua, atontado y con la boca abierta.
Y la pelota se me cayó de los brazos.
—¿Sí? —preguntó ella sacándose un audífono de la oreja.
—Ehhh…
—¿Me querés invitar a jugar? —dijo sonriendo.
—Ehhh…
Y ese «ehhh» sonó tan idiota como lo imaginan. Un niño de once años que parecía de
diez, con una polera ñoña que le había comprado su mamá y, más encima, con la boca
abierta. Ese era yo. ¿Ella? No lo recuerdo bien. Ya, sí, tienen razón, ¡claro que la
recuerdo! Llevaba esos jeans súper apretados que ella misma cosió —lo supe después,
claro, y no por labios de la Dominga—, una polera negra con un payaso llorando y
zapatillas Nike de caña alta, regalo de su prima que vivía en San Juan. No llevaba
maquillaje porque no usa, y su pelo era rojo. Rojo natural. O al menos eso creo.
—No —respondí tras unos segundos que fueron eternos.
—¿Te da miedo?
—Ehhh…
—Vos usás mucho el ehhh, ¿no?
—No.
—¿No qué? —preguntó ella, sonriendo.
—No, o sea sí… ¿tú juegas?
—¿Conocés a Messi?
—Sí.
—Yo le enseñé todo lo que sabe —afirmó mientras se ponía de pie. Caminó hacia mí,
tomó la pelota y le dio un chute tan alto que, cuando levanté la cabeza, el sol me
encandiló. Después, salió corriendo.
Le gustaba molestarme. O sea, le gusta, pero prefiero hablar en pasado cuando hablo de
nosotros dos. De nuestros partidos en el parque. Del firme acuerdo de vernos todos los
sábados en la cancha, hubiera o no hubiera más gente. Le gustaba decirme «sos un
canchero», aunque yo no entendía bien a qué se refería. Cada fin de semana me mostraba
otro «trabajo artístico» en su brazo, es decir, un nuevo dibujo. Decía que cuando grande
iba a ser tatuadora. Y viviría en México. «El mejor país del mundo», según ella.
Después de cada partido nos comprábamos una bebida en El Pollo Gaucho, que a ella
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