Page 14 - El club de los que sobran
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le encantaba porque era «re» argentino.
             Como era de esperar, no pude relegar a mi amigo Chupete de tanta maravilla. Su vida
          no es muy excitante, por lo que se nos unió al tercer sábado. La Dominga lo encontró
          «rechonchito simpaticón», pero a él pareció no importarle el hecho de ser tratado como
          un «gordo buena onda». Por supuesto se contagió con la sonrisa tarada que yo ponía al
          ver a Dominga, y durante el primer partido no hizo ni un mísero gol. «Chupete con sequía
          goleadora», dijo cuando nos íbamos a tomar unas bebidas.
             El lunes siguiente a ese encuentro, me dijo que había soñado con la Dominga.
             —¿Qué tipo de sueño? —le pregunté.
             No respondió, aunque dejó ver una sonrisa demasiado burlona.
             Desde ese momento, la tuve que compartir con Chupete. Aunque ella siempre me quiso
          más a mí.
             Hasta que pasó lo que tenía que pasar.
             Sí. Cruzó la frontera. O mejor dicho, nos aventuramos a lo desconocido. Es increíble
          cómo dos estaciones de metro pueden cambiar el mundo. Y cambiarte la vida.
             Faltaba poco para terminar el liceo. Podrán notar que yo ya estaba en el liceo, y no en
          el colegio, como Chupete. Pero esa es otra historia que les contaré más adelante. Lo único
          que puedo decir ahora es: gracias, papi, por hacernos otra vez la vida más difícil. Como
          les iba diciendo, faltaba poco para salir de vacaciones. Diciembre estaba seco y aún no
          comenzaba la fiebre por las compras navideñas. Chupete tenía que ir a ver a su tía que
          vive en La Reina, así que era una tarde ideal: solo la Dominga y yo.
             Miré la hora: 5:34 de la tarde. Habíamos terminado de jugar un arduo partido contra
          unos cabros de Dublé Almeyda, y pensé que iríamos a El Pollo Gaucho. Pero ella tenía
          otras intenciones. Miró hacia el parque en dirección al cerro San Cristóbal y dijo:
             —¿Sabés? Me gustaría ir a la Virgen.
             —¿Qué Virgen?
             —¿Cómo que qué Virgen, boludo? La que está en la punta del San Cristóbal. ¿Qué?
          ¿nunca has ido?
             —Claro  que  he  ido  —dije  muy  seguro  de  mi  mismo,  cosa  que  no  sirvió  de  nada,
          porque  la  Dominga  tiene  un  sexto  sentido.  O  séptimo,  diría  yo.  Sonrió  lentamente  y
          comenzó a caminar.
             Y yo fui tras ella.
             Hablamos de cualquier cosa. Me preguntó cómo había terminado el año en el liceo, si
          me  había  hecho  amigos,  cuándo  veríamos  a  mi  papá  y  qué  quería  ser  cuando  grande.
          Como soy medio parecido a mi mamá, le conté todo, con lujo de detalles. Tenía la secreta
          intención de entretenerla. ¿Lo hacía? Tal vez. Tal vez la Dominga sí se fijaba en mí. En
          una de esas, una niña de dieciséis años nacida en un país tan cool como Argentina, que se
          pinta los brazos como si de lavarse la cara se tratase, que canta rap en inglés, que acapara
          las miradas de todo aquel que se le cruza por delante… sí, tal vez alguien como ella se
          podía fijar en mí.
             O tal vez no.
             Respuesta definitiva: no.
             Todo  ocurrió  muy  rápido.  Yo  sabía  que  corríamos  peligro  cuando  entramos  en  «la
          zona»,  y  por  eso  le  dije  a  la  Dominga  que  cruzáramos  hacia  la  vereda.  Pero  a  ella  le
          encantaba «la onda del parque», así que seguimos con la firme intención de desembocar
          en Plaza Italia y de ahí encaminarnos hacia la Virgen. Pero cuando oí el ruido de los



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