Page 6 - El club de los que sobran
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Golpeo  con  fuerza  la  pantorrilla  izquierda  de  Pablo  y  juro  que  la  mano  me  rebota.
          Malditos skaters. Uno juega al fútbol todo el día y termina cansado y flaco como rama de
          árbol, mientras ellos levantan una tabla, se quiebran con las niñas que los van a ver y,
          para más remate, sacan músculos. Okey, ya sé que tiene dieciséis años, pero eso no le da
          derecho a…
             —¿Quieres que te mate? —pregunta mi hermano dándose vuelta y entregándome esa
          cara de odio tan natural que lleva día y noche.
             Alternativa A: No.
             Alternativa B: ¿Puede ser más tarde?
             Alternativa C: Matate tú, tarado.
             Alternativa D: Haz lo que quieras, pero déjame con la Dominga.
             Prefiero dejar el ¿Quién quiere ser millonario? de hoy, y con un súper gesto de ojos,
          señalo al Seba. Mi hermano gira su cabeza y ve a mi querido amigo. Pone su cara de
          superioridad 5.0 y dice:
             —Está muerto de miedo.
             Entonces  Sebastián,  alias  Chupete,  súper  alias  mi  mejor  amigo,  recontra  alias  «El
          goleador de Bustamante», mira hacia atrás y me ve. Suda como si hubiéramos jugado una
          pichanga con cuarenta grados a la sombra. Quiere decirme que está bien, pero no le sale
          el habla. Tiene una mancha en el pantalón, como de pipí. O tal vez son lágrimas, pienso.
          Pero las lágrimas no le pueden salir desde sus ojos hasta incrustarse en el pantalón. Estoy
          confundido. Y cansado. A pesar del momento, estoy por sobre todo cansado. Quiero irme
          a la casa. A la casa que sea. No me importa si es en el campo o en Girardi 1956, donde he
          pasado los trece años de mi vida. Tampoco me interesa si va a estar mi mamá o si de
          milagro vuelve mi papá. Ese es su problema. Yo quiero salir de acá. Irme. Huir. Decirle a
          Pablo que actúe alguna vez como hermano mayor y que me rescate. Que salgamos todos.
          Repito, todos.
             Como si se tratase de una comunicación psíquica, Pablo me mira y dice:
             —No podemos dejar a la Dominga, ¿me oíste?
             Maldito. Lo dice como amenazándome. ¡Claro que no la vamos a dejar acá! Y menos a
          la Dominga.
             Pienso: Tal vez nunca salgamos vivos.
             Y todo por culpa del Chuña.































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