Page 81 - El club de los que sobran
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abrió la puerta de la cocina y dijo:
             —Qué par de locas…
             —Lunáticas. Por suerte que nuestros maridos son un par de inútiles.
             Las risas se multiplicaron. La cosa se comenzó a relajar, así que miré la ventana que
          daba al patio —nuestra vía de escape— y le susurré a Chupete que era el momento. Sin
          embargo, algo nos distrajo.
             —Mira,  para  que  veas  que  la  tarea  de  la  junta  de  vecinos  es  útil.  Llévate  este
          microondas —dijo la tía Rosa.
             —¿Y de dónde lo sacaste? —preguntó mi mamá.
             —Es un premio.
             —¿Un premio? ¿Concursaste en algo?
             —Algo así.
             El  silencio  las  envolvió.  Con  Chupete  nos  acercamos  a  la  puerta  del  escritorio  y
          pegamos la oreja. Entonces oímos a la tía Rosa explicar:
             —Estamos organizando su llegada, ayudándolos para cuando se instalen. Tú sabes, hay
          señores, viejos en su mayoría, que no quieren el progreso. Pero a través de la junta ya
          enviamos información y beneficios para todos los vecinos. Cómo te lo explico, linda. Este
          barrio se va a ir para arriba.
             —¿Tú crees?
             —¡Claro! Es la modernidad. Por fin vamos a dejar de ser un centro de garajes de mala
          muerte.
             Otra vez se quedaron calladas, hasta que mi mamá susurró:
             —Mira…
             Dirigí mi vista hacia Chupete, pidiendo una explicación. Él, algo avergonzado, me hizo
          una seña para que nos fuéramos. Fue en ese preciso momento en que la puerta se abrió.
          La tía Rosa tenía en su mano la pelota de fútbol de mi amigo, y de inmediato entendí por
          qué nos habían pillado: Chupete y la pelota eran casi siameses.
             Yo no tenía mucho que pensar; estaba claro que si una de las dos serpientes me ponía
          la mano encima, iba a terminar la noche en Pueblo Seco, escoltado por carabineros si era
          necesario. Así que corrí hacia la ventana y me lancé por los aires como Johnny Herrera, el
          arquero de la U.
             Antes de caer en el jardín, alcancé a escuchar a mi mamá gritar mi nombre.
             —¡Gabrieeeel!
             Milésimas de segundos más tarde, Chupete cayó encima de mi espalda. Imaginé los
          titulares: «Niño queda parapléjico en medio de la huida de su señora madre, luego de que
          su calvo amigo cae encima de su escuálido e imberbe cuerpo».
             —¡Corre! —me ordenó Chupete.
             Le hice caso. Pero antes de saltar la reja, no me quedó otra que mirar hacia atrás. Y
          entonces vi dos cosas que me llamaron la atención.
             Una: mi madre me miraba, y los dos nos dimos cuenta de que algo había cambiado
          para siempre entre nosotros.
             La otra: al fondo del patio aún permanecían las cajas que el tío Rodolfo había botado
          de su hogar. Las mismas que contenían, entre otras cosas, un plasma, un Play Station 3 y
          toda la alegría que un niño pueda tener.
             No me demoré mucho en hacer la conexión.
             Yo  no  sé  qué  piensan  ustedes  de  los  supermercados,  pero  yo  al  menos  prefiero  los



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