Page 74 - El club de los que sobran
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—Sos un dulce —dijo.
             Cerré los ojos de rabia.
             Se  había  suavizado.  Pablo  sonrió  como  payaso  con  pena  y  levantó  las  cejas,  onda
          hámster domesticado. La Dominga nos hizo una seña para que nos acercáramos. Yo no
          me moví. Ella me miró y preguntó:
             —¿Estás enojado, Gabriel?
             ¿Que si estaba enojado? No estaba enojado, estaba…
             —No —respondí.
             —Entonces acercate.
             Le hice caso al instante. Chupete se rio. Mi amigo era el único que podía percibir mi ira
          interna y la nula capacidad de llevarle la contra a la Dominga. Me sentí como Hamlet:
          «Ser o no ser».
             —Hablé con el hombre de relaciones públicas del cuartel. Le dije que estaba haciendo
          un reportaje para una radio local sobre la historia de los bomberos del lugar. El pibe era re
          buena onda.
             —Es que con esa pinta… —dijo Pablo.
             La Dominga se rió con fuerza. Pobre Neandertal. En eso Pablo era igual a mi papá,
          aunque por supuesto que nunca se lo iba a decir.
             —Bueno,  este  señor  sabía  toda  la  historia  del  cuartel.  Su  fundación,  los  primeros
          bomberos,  los  carros…  Yo  me  tragué  una  lata  horrible,  hasta  que  se  me  ocurrió
          preguntarle por Juan Agustín Pérez.
             —El papá del Chuña —dijo Chupete.
             —Eso no lo sabemos, tarado —respondió Pablo.
             —No  lo  sabemos  todavía  —explicó  la  Dominga,  tratando  de  congraciarse  con
          Chupete. Lo que sí sabemos ahora es que este tal Juan Agustín fue el primer comandante
          del cuartel. Un hombre que, según me enteré, era millonario.
             Los miré detenidamente a los ojos.
             —¿Millonario? ¿El papá del Chuña? Eso es imposible. Pablo, tú sabes que el Chuña
          pasaba hambre, frío… nadie con plata tendría esa vida.
             —Sí, en eso Gabriel tiene razón —dijo mi hermano.
             —Bueno, las fortunas algunas veces se agotan —respondió la Dominga.
             —Sí… hay futbolistas que terminan manejando taxis. Con todo el respeto que tengo
          por los taxistas, claro —apuntó Chupete.
             Tenía su punto. Aunque todos lo teníamos. La Dominga se dio cuenta y añadió:
             —Yo  pensé  lo  mismo  que  ustedes.  Miles  de  hipótesis.  Por  ejemplo,  que  cuando  su
          padre murió, el Chuña se volvió loco.
             —No estaba loco —dijo Pablo.
             —No, no estaba loco. Simplemente se frikeó.
             —O lo frikearon —añadí.
             —El caso es que le pregunté más por este tal Juan Agustín Pérez y me enteré de algo
          importante: quedó viudo cuando era muy joven, y él crió a sus dos hijos.
             —¿Dos hijos? —pregunté.
             —Dos hijos —confirmó la Dominga.
             —El Chuña nunca me habló de algún hermano —agregó Pablo.
             —Bueno, al parecer no te habló de muchas cosas —dijo la Dominga. Luego siguió
          caminando y añadió—: Vengan. Es por acá.



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