Page 70 - El club de los que sobran
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—Acá estamos… tan jóvenes.
             Miré a mi hermano Pablo. Aunque no quería, tal vez obligado por su polola, miró a mi
          padre veinte años más joven. Me fijé en algo: se parecían mucho. Y eso me dio un poco
          de pena.
             —Mi papá —dijo Pablo. Luego me miró—: Él no sabía. Nunca me habló del Chuña.
             Nos quedamos en silencio. Me sacudí una cáscara de plátano que tenía en el hombro y
          observé  la  foto:  mi  papá,  el  tío  Rodolfo  y  varios  jóvenes  del  barrio,  todos  sin
          preocupaciones y sonrientes, gente de otra época, de otra vida.
             Fue entonces cuando todo cambió. Y para variar, la Dominga fue la encargada de dar el
          giro.













































             —Algo raro pasa acá.
             Y, claro, vaya que tenía razón.
             Nos acercamos a la fotografía y seguimos su dedo. Sobre las cuatro filas de bomberos,
          escondido, sonriente y manejando el carro de bomberos modelo Piers Dash, estaba nada
          menos que él…
             —El Chuña… —dijo Pablo.
             ¡Era él! Sin barba, sin su ropa andrajosa, su olor a vino y sus garabatos… era el Chuña.
             Entonces una voz nos alertó.
             —No puede ser —dijo el tío Rodolfo.
             —Pero es él —dijo la Dominga.
             —No puede ser —repitió el tío.
             Lo miramos. Su boca abierta no tenía intención de cerrarse. Sorprendido, le hizo un
          gesto con la mano a Chupete, quien corrió a traerle uno de sus bajativos. Se lo tomó al
          seco, luego aclaró la garganta y dijo:


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