Page 73 - El club de los que sobran
P. 73

—¿Idea mía o no te pescó cuando le preguntaste qué estaba haciendo? —le pregunté a
          Pablo.
             —¿Quieres que te mate?
             —Debe ser penca que tu polola no te tome en cuenta.
             —Una más y te meto dentro de ese carro para que te saquen por las mangueras.
             —Si me preguntas a mí, Pablo, te diría lo que le escuchábamos al papá cuando veía a
          un tipo feo con una mujer bonita: poca carne para tan poco gato.
             Me aforró una patada que casi me levanta por el aire. Me la merecía, pero no por eso
          me  iba  a  quedar  sin  hacer  nada,  así  que  le  salté  a  la  yugular  como  vampiro,  pero  sin
          maquillaje y sin tanto llanto como los de Crepúsculo. A los pocos segundos, éramos una
          sola  masa,  tirados  en  el  suelo,  yo  tratando  de  neutralizarlo  y  él  encima  de  mí,
          advirtiéndome que si se le daba la gana, me dejaba inconsciente.
             Chupete nos trató de separar, pero ni siquiera nos dimos un segundo para tomarlo en
          cuenta.
             Hacía tiempo que no me peleaba con mi hermano. Yo creo que de vez en cuando hace
          bien. Ojalá mi mamá no se entere de esto, pero está claro que a veces un hermano mayor
          no entiende con palabras. Tampoco un hermano menor, y supongo que por eso con Pablo
          nos golpeamos con tantas ganas.
             Yo creo que si la Dominga no hubiera salido del cuartel, en una de esas seguíamos toda
          la tarde. Pero ya se habrán dado cuenta de quién manda en esta historia.
             Ella ni siquiera nos dio tiempo para sacudirnos el polvo. Caminó en dirección a Sucre y
          luego desapareció hacia el poniente, es decir, a nuestro querido barrio.
             Y nosotros tres, para variar, fuimos detrás de ella.

                                                          * * *

             La Dominga prendió su IPod, se puso los audífonos y caminó… caminó y caminó. En
          esos tres «caminó» recorrió varias cuadras, y aunque Pablo se acercó a hablarle, estoy
          seguro de que ella ni siquiera le dio la hora. De hecho, en Manuel Montt, Pablo se dio
          vuelta y nos miró a Chupete y a mí con tanto odio, que por un par de segundos le tuve
          miedo. Luego me acordé de su cara cuando la Dominga entró al cuartel, y entonces me
          morí de la risa.
             En Sucre esquina Tegualda, ella se detuvo. De su bolsillo trasero sacó un mapa y lo
          estudió  detenidamente.  Fue  el  momento  en  que  nos  atrevimos  a  acercarnos.  Parecía
          murmurar algo; algo que ninguno de nosotros podía entender.
             —¿Qué onda? —pregunté.
             —Nada —dijo ella.
             —¿Cómo que nada? —Pablo se escuchó enojado—. Sales del cuartel y no nos dices ni
          una palabra.
             —Mirá, cuando salí, vos y Gabriel se estaban matando a trompadas. ¿Qué se suponía
          que tenía que hacer?
             —No sé… algo.
             Pobre de mi hermano, tan bacán y sabelotodo, pero cuando está frente a una mujer
          como la Dominga parece un niñito de kínder.
             Ella  sonrió.  De  ira,  pensé  yo.  Luego  imaginé  que  a  continuación  le  iba  a  dar  una
          cachetada, pero en vez de eso, le acarició la cara.



                                                           73
   68   69   70   71   72   73   74   75   76   77   78