Page 69 - El club de los que sobran
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—¿Tal vez se lo dijo su esposa? —preguntó la Dominga.
             —No —respondió seguro el tío Rodolfo.
             —O tal vez nuestro papá —dije.
             Se produjo otro de los silencios incómodos que tanto me han acompañado en el último
          tiempo. La Dominga y Chupete me miraron, pero fue Pablo el que me agarró del brazo y
          casi me lo estruja.
             —¿Por qué hablas tantas estupideces? —preguntó con ese tono cargado de ira que ya
          conocía.
             Lo miré y, acto seguido, observé al resto. Todos esperaban la respuesta a la pregunta de
          mi hermano, así que dije:
             —Es  una  tontera.  Lo  que  pasa  es  que  el  otro  día  vi  una  foto  en  la  oficina  del  tío
          Rodolfo. Ahí aparecen mi papá y él. ¿Sabían que el papá fue bombero?
             —No me interesa —dijo Pablo.
             —¿Qué no te interesa?
             —Todo.
             —Lo del papá, lo del tío… ¿qué?
             —Todo, péndex.  Pero  especialmente  no  me  interesa  quedarme  escuchando  tonteras.
          Permiso —y caminó hacia la salida. La Dominga le preguntó a dónde iba y él, levantando
          los hombros, añadió:
             —Al parque. Me cansé de jugar con cabros chicos.
             Y cuando estaba a punto de irse, el tío Rodolfo dijo:
             —Tal vez.
             Todos  lo  miramos.  Sus  ojos  parecían  haber  retrocedido  a  otros  tiempos.  Los  años
          felices, cuando los bomberos jugaban cacho en los cuarteles, mi papá arreglaba citronetas
          y  ni  yo  ni  mi  hermano  hinchábamos  tanto.  Ahí,  sentado  en  el  pasado,  el  tío  Rodolfo
          parecía estar contento. De hecho, una leve sonrisa se dibujó en su cara.
             Chupete salió disparado hacia el escritorio de su papá. Se escucharon movimientos de
          muebles  y  de  cajas,  y  luego  volvió  a  los  dos  minutos,  algo  sudado  y  con  cara  de
          preocupación.
             —Papá… ¿dónde está esa foto?
             Y ahí me acordé de que la segunda vez que había ido al escritorio del tío Rodolfo, la
          fotografía enmarcada había desaparecido. Pero ¿dónde?…
             —Tu mamá la botó —nos informó el tío Rodolfo.
             Un chispazo de electricidad me recorrió la espalda. ¿Acaso las mamás se habían vuelto
          locas y nosotros no nos habíamos dado cuenta? No me atreví a preguntar nada más. Solo
          miré a mi amigo y juntos corrimos hacia el basurero, ubicado debajo del lavaplatos. Por
          supuesto, no había nada.
             —¡En la calle! —dije.
             Salimos  disparados.  Afuera,  dos  contenedores  con  olor  a  caca  de  perro  y  budín  de
          coliflor  nos  esperaban  sonrientes.  No  lo  dudamos.  Abrimos  las  cubiertas  y  nos
          zambullimos  en  la  basura.  Fue  un  trayecto  casi  tan  difícil  como  el  de  la  cápsula  que
          rescató a los mineros, pero al final lo conseguimos. En medio de una sandía, miles de
          papeles  higiénicos  y  algo  que  se  parecía  a  un  peluche  descuartizado,  la  encontramos:
          marco roto, vidrio trizado, pero la fotografía intacta.
             De  vuelta  al  living  de  la  casa  de  Chupete,  la  dejamos  en  la  mesa  de  centro.  El  tío
          Rodolfo señaló su imagen, y luego la de mi padre.



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