Page 67 - El club de los que sobran
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este.
2. Cresta, qué fea era la mamá del pobre Chupete.
—Oye, Chupete —dijo Pablo.
—¿Sí?
—¿Qué onda tu mamá?
—¿Qué onda con qué?
—Tú sabes. Mírala.
—Sí, la miro, ¿y qué?
Nos quedamos en silencio. Le pegué un codazo a Pablo por decir en voz alta lo que
todos pensábamos. Pero Chupete nos sorprendió:
—Ah, ya sé a qué te refieres. Bueno, mirándola me viene a la cabeza una pregunta:
¿por qué crees que mi papá pasa todo el día borracho?
Ninguno respondió. Miramos a Chupete algo avergonzados, pero fue él quien
finalmente sonrió. Los seguimos con una carcajada. La Dominga fue la única que no
abrió la boca. Respetuosa al máximo, fue la última en entrar a la casa.
Abrimos la puerta y no vimos nada extraño. Al fondo del pasillo, el escritorio del tío
Rodolfo permanecía cerrado. Chupete lo indicó.
—Ahí está mi papá.
—Muy bien —dijo Pablo. Luego titubeó y miró a la Dominga—. ¿Y qué le vamos a
preguntar?
—Sobre el Chuña… lógico —dijo ella.
—Pero ya lo interrogamos —dije—, y no sabe mucho.
—Eso es porque estaba curado —dijo Pablo. Luego miró a Chupete y añadió—: Sorry,
pero es verdad.
—No te preocupes. Pablo tiene razón. Yo creo que es a mi papá a quien hay que
preguntarle sobre los incendios.
—Pero eso no nos importa —dijo Pablo.
—En una de esas sí… —se defendió Chupete.
—Déjense de discutir tonteras. Si estamos acá, es para preguntarle de todo. Listo,
punto final —declaró la Dominga.
Los tres simios asentimos. Fue en ese momento que escuchamos:
—Como siempre, la mujer es la única que dijo las palabras mágicas. Siempre hay que
preguntar de todo. De lo contrario… ¿para qué vinieron?
Giramos y lo vimos. Sentado en el living sobre esos horribles sillones cubiertos de
plástico, con una copa de licor verde en la mano, calzoncillos, sandalias y una bata de
más de dos décadas, el tío Rodolfo nos sonreía.
No supe si escapar o simplemente hacer como que aquello era una ilusión. Pobre
Chupete. Tal vez es mejor no tener papá que tener uno así, pensé por un momento.
Pero mi amigo no se dejó impresionar. Como si aquella escena fuera pan de cada día,
avanzó hasta donde su papá y se sentó a su lado. Luego nos hizo una seña para que nos
acercáramos. Finalmente preguntó:
—Papá, hay algo que queremos saber.
—Lo que sea, campeón.
—¿Qué sabes del Chuña?
—¿Quién?
—Jaime Pérez —dijo mi hermano.
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