Page 64 - El club de los que sobran
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dado vino y harta comida. Se podría decir que también había tenido su cena navideña. Esa
          noche  hablamos  de  muchas  cosas.  El  Chuña  estaba…  como  lo  digo…  en  onda
          melancólica, ¿me siguen? Yo había peleado por algún permiso, ya ni me acuerdo, y le
          dije que ya no aguantaba a mi familia. Entonces él me miró y dijo: «Algunas veces, es
          mejor huir de los tuyos, Pablo». Y eso me quedó grabado.
             —Qué raro —dijo la Dominga.
             Otra vez nos quedamos callados. Retrocedí a aquella Navidad, y era cierto, en la cena
          no estuvo Pablo. Habían llegado algunas tías, mis tres primos que viven en San Miguel y
          —creo— unas amigas del trabajo de mi mamá. Pero yo no pregunté por mi hermano.
          Sabía que se había peleado con mi madre y no tenía la intención de averiguar el porqué.
          Esa tarde, cuando empezaron los gritos, yo había salido a jugar fútbol. En el parque no
          había niños, pero no me importó. Solo quería huir. Y luego, durante la cena, actué como
          si todo fuera normal.
             Me sentí un cobarde. Miré a mi hermano y él me miró de vuelta.
             —¿Qué te pasa? —preguntó de manera prepotente.
             —Nada —respondí
             —¿Cómo que nada?
             —Nada, Pablo, ¿entiendes? Nada.
             —Oye, no te la agarres conmigo. Agradece que te dejé estar acá.
             —¿Agradecerte? ¿Y por qué tengo que agradecerte? ¿Agradecerte qué? ¿Tú qué has
          hecho por mí, ah? Nada.
             —Mira, péndex…
             —¿Mira péndex qué? —interrumpí, al momento que me ponía de pie y lo encaraba—.
          ¿Qué? ¿Me vas a pegar en frente de tu polola? ¿Es eso?
             —Siéntate —ordenó él.
             —No me voy a sentar. ¿Y sabes por qué? Porque me cansé de venirte a escuchar cómo
          te haces el héroe.
             —¿De qué estás hablando?
             —De todo, Pablo. De tus escapadas, de tu onda de la calle, de que seas el súper bacán
          que se porta mal… de todo eso. Ya, el Chuña te dijo esa tontera de la familia, pero de qué
          sirve. ¿Tienes idea de dónde está?
             Pablo no dijo una palabra. La Dominga se puso a mi lado y me pidió que me calmara,
          pero seguía sintiéndome un cobarde por ser como era, y eso me dio mucha más rabia de la
          que ya tenía.
             Era el momento de irme. Me di vuelta y caminé en dirección a la compuerta que me
          conectaba con el quinto piso.
             Pero entonces, una voz me detuvo.
             —Algo huele mal en todo este asunto.
             Giramos y vimos a Chupete a un metro del precipicio de la azotea. Miraba hacia la
          ciudad. Por un momento pensé que se iba a lanzar a volar, onda Superman del Barrio
          Italia.  Nos  miramos  con  la  Dominga  y  nos  acercamos.  Ella  le  puso  una  mano  en  el
          hombro, pero a él no pareció importarle. Solo dijo:
             —Miren  ese  espacio.  Está  todo  negro.  Una  manzana  entera  con  los  techos  negros.
          Como que sobresale.
             —No están negros. Están quemados —dijo la Dominga.
             Y  tenía  razón.  A  una  cuadra  de  Irarrázaval,  entre  las  calles  Colo-Colo  al  norte  y



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