Page 62 - El club de los que sobran
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y gobernaríamos la ciudad con nuestros poderes mágicos. Ya sonreía, pero como todo en
          esta historia, el destino me tenía preparada una nueva sorpresa.
             En el techo nos esperaba Pablo. Me quedé con la boca abierta al verlo. A él le pasó lo
          mismo. Solo atinamos a decir al mismo tiempo:
             —Y tú, ¿qué haces acá?
             —¿No se suponía que te ibas? —preguntó.
             —Tú lo dijiste. Se suponía.
             —¿Y qué haces acá?
             —No es tu asunto.
             —¿No es mi asunto? Mira, péndex, agradece que no te mando pa abajo de una sola
          patá.
             —Atrévete.
             —¿Tai chorito?
             —Ya te dije, no te tengo miedo.
             —¿Ah, no?
             —No…
             Pero temblaba. Cuando vi a Pablo acercarse hacia mí, el frío recorrió mi cuerpo.
             —¡Pará, Pablo, pará!
             La Dominga se interpuso entre nosotros. Luego empujó a mi hermano a un lado y lo
          encaró con esa fuerza que solo ella podía sacar.
             —¿Se  puede  saber  por  qué  sos  tan  loco?  Es  tu  hermano,  y  si  no  fuera  por  él,  no
          estaríamos en esto.
             —¡Pero si él no hizo nada! —gritó Pablo.
             —Vos  sabés  que  sí.  Sin  Gabriel,  no  sabríamos  nada  del  Chuña…  ¿o  acaso  no  te
          acordás quién lo encontró muerto?
             —El Chuña no está muerto —dijo Pablo.
             Y me acordé de la verdadera razón de toda esa locura: el Chuña. Sin él, estaría camino
          a un pueblo que ni siquiera estaba en el mapa. Miré a los presentes y pregunté.
             —¿Alguien me puede explicar qué está pasando?
             Pablo levantó los hombros. Luego miró a la Dominga, quien asintió.
             —Anoche lo vieron en un auto —dijo.
             —¿Quiénes?
             —El Leo, Ramón y Old School.
             —¿Los amigos skaters de Pablo? En buena onda, Dominga, pero esos tres no son de
          confiar.
             —¡Entonces toma tus cosas y ándate al campo! —gritó Pablo, tratando de agarrarme de
          la polera.
             —¡Pará, pará! —La Dominga lo detuvo una vez más. Me miró y añadió—: Mirá, yo sí
          confío en ellos. Estaban segurísimos, lo vieron en una camioneta negra, regrande. Me lo
          rejuraron.
             —Ya… —dije descreído.
             —¿Y vos? ¿Confiás en mí?
             La miré. Claro que confiaba en ella. Es más, aunque todo eso fuera mentira, el solo
          hecho de ir esa mañana a rescatarme había sido… había sido algo único en mi vida.
             —Sí —respondí.
             —¡Yo  también!  —dijo  Chupete.  Todos  lo  miramos.  Se  nos  había  olvidado  su



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