Page 61 - El club de los que sobran
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vimos entrar a la construcción de diez pisos, frente a la cual había pasado años de mi vida
          sin nunca preguntarme qué diablos era. Solo les diré esto: está frente al parque donde
          juego fútbol, a pasos de la estación del metro Irarrázaval. Su frontis se asemeja al de una
          fábrica abandonada y es, por lejos, la construcción más fea y vieja del lugar.
             Mientras  la  Dominga  se  perdía  dentro  del  edificio,  para  variar  nos  miramos  con
          Chupete. Esta vez no usamos nuestros poderes mentales.
             —¿Qué estamos haciendo?
             —No sé —respondí.
             —Se supone que tienes que darme tranquilidad.
             —¿Tranquilidad? Borra esa palabra de tu cabeza pelada, Chupete.
             Acto seguido, ingresé al establecimiento. A los pocos segundos, Chupete estaba a mi
          lado.
             Cientos  de  cajas  apiladas  eran  lo  más  rescatable  de  una  decoración  robada  de  la
          Mansión Siniestra. No había luz por ningún lado y las ventanas estaban tan asquerosas,
          que el sol había dado la orden a sus rayos de no perder el tiempo y olvidarse del lugar. La
          Dominga subió por las escaleras, y entretanto yo me preguntaba cuánto tiempo pasaría
          hasta encontrarnos con el país que los guarenes habían organizado en ese lugar. «Eh, un
          momento, niños, primero tienen que visitar al presidente de Ratonilandia y a su ministro
          del Interior, el Cuye Sureño. Luego tienen que pedirle permiso al alcalde Cola Larga para
          terminar con la acreditación Pro-Anta». Ratatouille sería nada comparado con la cantidad
          de roedores del lugar.
             Decidí apurar el paso y alcancé la escalera. Me puse al lado de la Dominga y le dije:
             —Gracias.
             —¿Por qué?
             —Tú sabes…
             —Todo tranquilo —dijo ella y luego sonrió. Yo me tranquilicé. Podía caerse el mundo,
          pero si la Dominga me decía que todo estaba okey, bueno, yo le creía.
             En menos de un minuto llegamos al último piso. Frente a mis ojos, una bodega gigante.
          No había mesas ni sillas, solo cajas y más cajas. A Chupete le faltaba el aliento. Preguntó
          si  podía  tomar  agua  y  yo  lo  miré  con  cara  de  «¿estás  loco  o  realmente  quieres  morir
          vestido así?». La Dominga ni siquiera le contestó.
             —¿Me puedes decir dónde estamos, Dominga? —pregunté.
             —¿No te has dado cuenta?
             —No.
             —En mi escuela.
             —¿Qué?
             —Es la parte de atrás del República Argentina.
             Miró hacia el techo, como buscando algún signo extraño o una llamada de Dios. Sí,
          claro, como si Dios se fuera a preocupar de nosotros en ese momento.
             —¡Ahí está! —dijo tras unos segundos. Luego nos ordenó apilar cajas. Pusimos tres,
          una  sobre  otra,  y  la  Dominga  se  subió.  Entonces  golpeó  con  fuerza  el  techo  y  una
          compuerta se abrió sobre nuestras cabezas. El sol nos cegó. Ella se perdió y nosotros, para
          variar, quedamos solos.
             Miré a Chupete y le di a entender que esta vez no sería el último. Subí por las cajas y
          me  apoyé  con  las  manos  en  la  azotea  para  darme  impulso.  Mi  plan  resultó  de  mil
          maravillas: estaba en el techo del mundo, solo con la Dominga. Íbamos a ser unos dioses



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