Page 59 - El club de los que sobran
P. 59
—¡Te dije que entraras al auto, Gabriel!
Miré a mis amigos buscando una respuesta. Ninguno dijo nada. Mi mamá comenzó a
avanzar en cámara lenta hacia mí. Desde su boca salía un humo parecido al de los toros
en los rodeos gringos. ¿Podía una madre comerse a su hijo una vez nacido? Tal vez voy a
volver a su guata, pensé.
La Dominga se me acercó y dijo:
—Anoche vieron al Chuña en el parque.
—¿Qué? —pregunté.
—Así como lo escuchas —dijo Chupete—, el Chuña está vivo.
Fue en ese momento en que la uña del dedo del medio de mi madre rozó mi mejilla.
Giré y la vi acercarse a mí como los jugadores de rugby. Quería agarrarme a como diera
lugar. Era cosa de vida y muerte, y después de tantos pensamientos raros que tuve esa
mañana, decidí seguir viviendo.
Entonces corrí. Y la Dominga y Chupete me siguieron. Y esa corrida no solo implicaba
la huida de mi mamá, sino una suerte de revancha de nuestras vidas, una segunda
oportunidad en este extraño verano en donde, de alguna forma, nos habíamos hecho
grandes. Escapamos, dejamos la suela de nuestras zapatillas marcadas en el barrio de
avenida Italia, donde muchos creen que lo único que hay son tiendas cool y anticuarios y
no se dan cuenta de que hay muchos niños como nosotros que tenemos un objetivo claro:
ser mejores. Tal cual; ser mejores y más valientes a la hora de decirle a una niña que te
gusta o simplemente hacer los esfuerzos necesarios para que el vago del barrio tuviera
una sepultura como correspondía.
Corrimos tanto que no recuerdo dónde ni cuándo nos detuvimos. Solo sé que los tres
estábamos agotados, pero felices. Nos reímos un buen rato, solos, una banda de niños
raros en medio de una ciudad todavía más rara.
Yo seguía en Santiago.
El Chuña estaba vivo.
La Dominga se preocupaba por mí.
Chupete era un fiel amigo.
¿Qué podía salir mal?, se preguntarán ustedes.
Respuesta definitiva: todo estaba recién comenzando.
59