Page 60 - El club de los que sobran
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Capítulo 13










          —¿Ven el último piso? Arriba hay una azotea. Se puede subir sin problemas. Vamos,
          síganme.
             La Dominga puso su pie izquierdo en el medidor de agua y saltó sin problemas una reja
          de dos metros que terminaba en unos fierros pinchudos, listos para atravesarte cierta parte
          en caso de resbalar. Con Chupete nos miramos. La pregunta, a pesar de que ninguno de
          los  dos  la  expresó,  fue  clara:  ¿seremos  tan  penosos  como  imaginamos  si  no  logramos
          saltar  esta  verdadera  Muralla  China  nada  menos  que  frente  a  la  Dominga?  Chupete
          levantó  los  hombros.  Vaga  respuesta,  querido  amigo,  pensé.  Luego  me  acordé  de  que
          hacía  pocos  minutos  Chupete  había  sido  parte  del  rescate  más  emocionante  del  que
          nuestro barrio tuviera memoria en los últimos… días. En otras palabras, le debía una. Así
          que uní mis manos y le ofrecí una «sillita» para que apoyara su asquerosa suela y saltara
          sin problemas.
             —¿Y tú?
             —Hazlo —ordené.
             Tampoco digamos que se hizo de rogar. Puso su pie derecho e inmediatamente sentí su
          peso. Qué onda con la nutrición infantil en este país, pensé. Así como vamos…
             —¡Empújame, Gabriel!
             Lo hice. Saltó por los aires y llegó ileso al otro lado. Estamos en empate, socio. Tú me
          salvaste la vida y ahora yo te devuelvo el favor.
             Luego me percaté de que venía lo más difícil. La Dominga también se dio cuenta y
          ordenó:
             —Apóyate en el medidor.
             Era  una  posibilidad,  por  cierto,  pero  mis  piernas  no  eran  tan  largas  ni  tan  elásticas
          como las de ella. Soy un niño después de todo, maldición.
             Tal vez este es el final, pensé. Pueden seguir sin mí. Yo me ocuparé de enfrentar a los
          enemigos mientras ustedes suben a la torre de cristal y liberan a nuestro pueblo. Adiós,
          princesa. Hasta otra vida, fiel escudero. Fue bueno mientras duró.
             —¡Gabriel, carajo… despierta!
             Abrí los ojos. Frente a mí, la Dominga había perdido la calma.
             —¿Por qué volviste a la calle?
             —Por vos, gil… ¿Por qué más?
             Me ofreció sus manos de «sillita». Me di cuenta de que si aceptaba sería un patético
          imberbe que necesitaba ser ayudado por la niña que le gustaba. Pero, estimados, seamos
          razonables: habíamos avanzado mucho como para ahogarnos en la orilla.
             Y así, ayudado por una argentina con doble vida, me elevé como un goleador que salta
          a dar el último cabezazo en busca del triunfo. Cinco segundos después, ya estaba al otro
          lado.
             —Vamos  —ordenó  la  Dominga,  que  a  los  pocos  segundos  llegó  a  nuestro  lado.  La


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