Page 57 - El club de los que sobran
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Cerró la puerta con llave y nos subimos al radio-taxi. Ella le indicó nuestro destino al
          chofer: el Terminal de Buses Sur. Hacía un lindo día para huir. Miré al cielo a través de la
          ventana. La nube de humo había desaparecido. Quizás fue mi imaginación, pensé, tal vez
          todo es parte de esta cabeza que no deja de inventarse tonteras.
             El chofer le consultó a mi madre si prefería avenida Matta o la Alameda. Ella preguntó
          cuál dirección sería más rápida. Mi corazón comenzó a bombear con mayor velocidad: mi
          mamá quería deshacerse de mí, no había duda. La miré a la cara mientras conversaba con
          el chofer y no la reconocí. Tal vez es un monstruo y me van a mandar a un centro de
          investigación extraterrestre que diseca humanos (niños en este caso), seres pequeños con
          un cerebro hiperdesarrollado, con demasiado tiempo libre, tipos raros que se levantan al
          alba  los  días  de  vacaciones,  cabros  chicos  que  se  enamoran  de  las  niñas  incorrectas,
          verdaderos vagos que recorren las calles con una pelota bajo el brazo… tal vez…
             En ese momento, creí oír que alguien me llamaba por mi nombre, pero no fui capaz de
          reaccionar, solo veía a mi mamá mover los labios, sin lograr entender ninguna de sus
          palabras. Detenidos en la esquina de Seminario, discutía sobre la ruta más expedita para
          mi eliminación.
             Y entonces…
             —¡Gabriel!
             Esta vez sí lo oí claro. Es más, reconocí la voz. Era la de Sebastián Chupete Ortúzar,
          goleador  insigne  del  Parque  Bustamante.  Me  imaginé  que  comandaba  un  grupo  de
          rebeldes que venía a mi rescate. Giré la cabeza y miré hacia atrás, pero no vi nada. Solo
          una  calle  que  se  extendía  a  mi  espalda  y  que  se  despedía  de  mí  para…  ¿siempre?
          Maldición. ¿Es que mi voz interior ahora se escucha en el exterior? Pensé que tal vez mi
          cerebro sería exhibido en el Museo Extraterrestre de Niños Raros. Ya podía visualizar los
          tours de los colegios de marcianos observando mi cabeza jibarizada, cuando tocaron el
          vidrio del taxi.
             Los tres ocupantes del taxi saltamos del susto. En especial mi mamá, que soltó una
          conjunción de garabatos dignos de barra de fútbol.
             Era la Dominga. Y sí, me llamaba a mí.
             —Gabriel, por favor no te vayas.
             De  inmediato  mi  mamá  agarró  mi  brazo  con  fuerza,  como  si  la  Dominga  quisiera
          raptarme  o  algo  parecido.  Yo  bajé  el  vidrio,  pero  mi  mamá  me  advirtió  que  no  me
          moviera. Tomó la iniciativa y le preguntó a la Dominga con tono de monstruo en celos:
             —¿Se puede saber qué haces acá, niñita?
             —Hola, tía… cómo está.
             —¿Que cómo estoy? Estoy mal, fíjate. Tengo que dejar a Gabriel en media hora en el
          terminal y después correr a la oficina donde me mato trabajando para que al final del día
          los amigos de mis hijos vengan a comerse toda la comida de mi refrigerador.
             —Mamá…
             —Tú cállate —me ordenó el monstruo.
             Miré a la Dominga. Estaba cansada y asustada, pero logró sonreír. Me fijé en su mano.
          Sostenía la carta. Qué vergüenza, pensé. Luego pasó algo aún más raro: corriendo y casi
          sin  habla,  se  puso  al  lado  de  la  Dominga  nada  menos  que  Chupete.  No  estaba  tan
          equivocado. A veces, todo lo que se necesita es un amigo.
             —Chupete, ¿qué haces acá? —pregunté.
             —Bájate —ordenó.



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