Page 56 - El club de los que sobran
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Vino al mundo a sufrir, concluí.
             Cuando terminé, me encaminé al baño para cumplir con la ordenanza de aseo y ornato
          de mi cuerpo, pero entonces algo extraño ocurrió: mi mamá quiso que Pablo se levantara.
          A gritos, por supuesto. Primero lo llamó, pero al ver su fracaso, las emprendió contra la
          puerta. Yo ocupé una ubicación de lujo para presenciar el espectáculo en primera fila,
          imaginando la cara de mi mamá cuando sacara el manojo de llaves de su velador y lograra
          abrir la puerta de mi hermano. Ahí, frente a sus ojos, se daría cuenta de la verdad: Pablo
          le mentía. No pasaba las noches en su pieza y quizás qué cosa hacía fuera de la frontera
          familiar. Tal vez, pensé, no es tan malo ser el niño bueno de la familia; al menos no tengo
          que ver a este monstruo llamado mamá azotando mi puerta cada vez que le da por verme
          la cara.
             Entonces sucedió un milagro. Pablo abrió su puerta. Solo ocupaba calzoncillos y pude
          apreciar los diversos moretones de su cuerpo producto de las piruetas de skate. Tenía el
          pelo desordenado y los ojos semiabiertos. Lo primero que pensé: pasó la noche acá. Se
          había salvado. Por ahora.
             —¿Qué onda, mamá? —preguntó de manera inocente.
             —Tu hermano se va a donde tus abuelos. Quiero que nos acompañes al terminal.
             Pablo me miró. Se mantuvo unos diez segundos sin decir una sola palabra, y finalmente
          cerró la puerta y volvió a su pieza. Mi mamá me miró y ordenó:
             —Anda a ducharte.
             —Pero…
             —No más peros, Gabriel. Y menos tan temprano. Anda a ducharte y después haces tu
          mochila, mira que ya es tarde.
             Entré  al  baño  esperando  oír  gritos.  Pero  mientras  caía  el  agua  en  mi  cabeza  y  el
          champú inundaba mis oídos, no pasó nada. Luego me corté las uñas y me lavé los dientes.
          Guardé el cepillo junto a cuatro calzoncillos, cinco poleras, dos pantalones y diez pares de
          calcetines.
             A las 9 en punto salí de mi pieza. Mi mamá estaba vestida y tomaba su segunda taza de
          café matutino. No se había duchado, cosa que, he descubierto, las mujeres hacen bien
          seguido, en especial cuando ya son mayores. Tienen una onda con el pelo mojado que les
          hace  la  vida  más  difícil.  Inmediatamente  miré  hacia  la  habitación  de  Pablo.  Su  puerta
          estaba cerrada. Mi mamá se dio cuenta y dijo:
             —Lo vinieron a buscar temprano.
             —¿Quién?
             —Qué se yo. Esa manga de delincuentes con los que se junta.
             —¿La Dominga?
             —No —dijo tajantemente. Le creí de inmediato y me alegré. Fue estúpido, pero me
          alegré.
             —¿Y qué querían?
             —¿Qué sé yo, Gabriel? En todo caso, tu hermano dijo que te portaras bien.
             —No mientas, mamá.
             Sonó  el  celular  y  ella  sonrió.  A  veces  lo  hace  cuando  la  descubro  en  una  de  sus
          mentiras. A los tres segundos cortó y anunció que el taxi había llegado. Antes de salir de
          la casa, me hizo cariño en el pelo. ¿Estaría triste o contenta? Difícil saberlo; con mi mamá
          hacía tiempo que nada era claro, ni siquiera sus sentimientos hacia mí. Yo creí que con mi
          decisión de irme a Pueblo Seco tal vez le aligeraba la vida, se la haría un poco más fácil.



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